Iñaki Egaña
Historiador

El lado correcto de la historia

Hace unos años, la Policía francesa detenía en Baigorri a David Pla e Iratxe Sorzobal, a los que acusaba de pertenecer a una organización que, a duras penas, estaba ultimando su desarme, después de haber fracasado el intento de gestionarlo discretamente con la intermediación del Gobierno noruego y un instituto suizo. Madrid vetó lo que Anna Buy y Myriam Prévost llamaron en su espacio radiofónico «Comment finir une guerre». Los medios comenzaron entonces el cambio semántico. Del término «conflicto vasco» a «conflicto terrorista» tal y como lo ha saldado Wikipedia.

La semana de las detenciones, setiembre de 2015, Jeff Leips, William Reed y Katherine Sawyer, tres docentes de la universidad de Maryland (estado con el nombre de una reina francesa de origen, británica de matrimonio), avanzando ese final previsto, lanzaron un atrevido proyecto para avalar el desinfle del término «conflicto». La confrontación que en las últimas décadas había provocado 1.400 víctimas mortales, 7.000 presos, 10.000 torturados, 40.000 detenidos y miles de protestas y manifestaciones apaleadas, con otros miles de heridos, se debía a una desviación genética.

Su tesis era simple, a la vez que rocambolesca. El conflicto se debía a una singularidad en el código genético de varias generaciones de vascos: ligeras variaciones en unas enzimas (monoamino oxidasas) y en el gen transportador de la serotonina, una sustancia presente en las neuronas. Esas desviaciones, precisamente, invitaban a los sujetos que las padecían a «la participación en actos de violencia política». Es decir, se cargaban de un plumazo décadas, siglos… de conflicto. Francia y España sufrían desde tiempos de María Enriqueta (1609–1669), la que daba título a su estado norteamericano, la desviación genética de miles de vascos mutantes.

El proyecto de investigación fracasó, a pesar de los intentos de los tres profesores por conseguir conejillos de indias entre presos y ex militantes de ETA. Sorprende que un ministro del Interior como Jorge Fernández Díaz, que entonces dirigía su departamento con la ayuda de la Santísima del Amor (a la que concedió la medalla al mérito policial) o la de los Dolores de Archidona (cruz de plata de la Guardia Civil, probablemente como contestación a la mancha histórica de la narración del Cipote de Archidona) no financiara la «investigación».

Desde entonces hasta hoy, las calificaciones y el relato oficial sobre la situación política en Euskal Herria durante estas últimas décadas va en caída libre. Leips, Reed y Sawyer tendrían hoy el apoyo de Marlaska e Itxaso que entonces no dio el ahora imputado Fernández Díaz (15 años por espionaje ilegal al ex tesorero de su partido). Parece mentira que el paso de tan poco tiempo haya dado lugar a semejante transformación. Y no sólo en los aparatos de Interior, sino también en el entorno. El PNV ha hecho desaparecer de sus publicaciones históricas, entre ellas la Oficina de Prensa de Euzkadi, los números que contrariarían a su discurso del conflicto en 2023, bien distinto al de 1973. Mientras, «Ertzainas en lucha» empapelan nuestros muros con el lema «No hay Tour sin acuerdo regulador». ¿Se imaginan que algún grupo opositor al Gobierno lanzara una amenaza semejante? La manipulación y la impunidad continúan su recorrido.

En esta corriente renovadora del «espíritu nacional» (hispano) han sobresalido en las últimas semanas las declaraciones de diversos voceros del PSE–EE, sucursal del partido en el Gobierno central. Me han cautivado, por su contundencia, las de Miren Gallastegui, portavoz del grupo socialista en el Parlamento de Gasteiz. Rotunda al afirmar que «jamás ha habido un conflicto político en Euskadi», en referencia a la Comunidad Autónoma. Añadió: «los asesinos son asesinos, y las víctimas, victimas» Quien no lo entienda tiene un «déficit intelectual y democrático». De nuevo una alusión, no explicita, pero deducible, a la desviación genética.

Sin conflicto, ¿cómo explicar los centenares de casos anuales de torturas bajo la batuta socialista de Felipe González, Pérez Rubalcaba o Rodolfo Ares? Sin contienda de por medio, la única explicación que me viene también es la de la desviación biológica. El placer de torturar para disfrutar del sufrimiento ajeno. Un gesto repugnante. En la misma medida, al margen de la aplicación sistemática de la tortura, la creación de policías patrióticas, la contratación de mercenarios para amedrentar a la población, la elevación a los puestos de mando de los agentes de la dictadura… toda una tendencia que explica precisamente la toma de postura de los seguidores de Gallastegui.

Qué me dicen del desmantelamiento industrial como freno a la soberanía vasca que promovió el PSOE en sus años de Gobierno? De aquella Ley Corcuera, que vulneraba derechos civiles, tal y como la Ley Mordaza que Sánchez prometió derogar y hoy la mantiene con una actividad frenética. De esas ilegalizaciones que provocaron la imputación y el castigo a más de 600 hombres y mujeres vascos no relacionados con actividad armada, ni terrorista. ¿Por qué el indulto a torturadores, forajidos y mercenarios si no ha existido un conflicto político?

El virrey Denis Itxaso ha resumido estos días, dónde y en Galdakao, la sinopsis de ese flujo negacionista que intenta imponer su socialismo a la deriva: «Estar en el lado correcto de la historia». Un lado que implica guerra, destrucción, apoyo a una política criminal que incita a la refriega –y de qué manera–, conflictos, eso sí, lejos de Bilbao, Madrid o el peñón de Alhucemas. Una explicación que sintetiza esa visión judeocristiana de la historia, soportada en la supremacía de supuestas «razas», de nacionalidades impuestas, de derechos naturales que un día fueron los de pernada y hoy son los de territorio. No hay conflicto presente porque el lado correcto de la historia nos devuelve a la crónica de siempre, buenos y malos, vaqueros e indios, santos y pecadores, arios y degenerados mutantes.

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