Antonio Álvarez-Solís
Periodista

El mal uso de la ley

Resulta delirante que esa justísima sentencia sea revocada horas después por otra instancia del Supremo, tribunal que tiene en su haber la condonación de causas por torturas, la dilatación de procesos por corrupciones en el poder, por calificaciones medievales como la acusación de terrorismo o rebelión por reclamar la libertad de su nación...

La independencia de los poderes es una de las doctrinas más prostituidas en el Derecho. No hay país ni época que hayan respetado mínimamente esta frontera con pretensión de valladar democrático. Cuando yo hacía la carrera solamente dedicaban unas líneas a esta cuestión los textos sobre Derecho Constitucional, muy artificiosos además, y una o dos páginas la Filosofía del Derecho. Claro que yo estudié en uno de los periodos más rígidos del franquismo y Franco aplicaba a su modo una especie de teología del Movimiento Nacional, en que se presuponía que la separación de poderes era algo parecido a la trinidad: tres personas y un solo dios verdadero; él, su mujer y Serrano Suñer, su cuñado, que personificaba al espíritu santo y que acabó cansando al verdadero dueño de la trinidad, que decidió que la vida y la muerte eran cosa suya. 

La separación de poderes acaba de sufrir en España un descalabro que el Derecho Marítimo define como avería gruesa, calificada así, supongo, para que los armadores vayan haciéndose a la idea de que tendrán que desguazar el barco. En este caso pienso en el Tribunal Supremo, que navegaba con la brillantez de una nave de cruceros con pasajeros selectos y ha acabado por desvelar que no es más que una patera con inmigrantes procedentes de cien orígenes distintos.

Desde luego resulta delirante que un tribunal de tal significación invalide una sentencia procedente de sí mismo en una singular y escandalosa guerra civil que acabará con la intervención de otro poder, como es el ejecutivo, que a su vez ha invadido en múltiples ocasiones, con posible nocturnidad y quizá un poco de alevosía, la sagrada sede de los olímpicos juzgadores.

He seguido esta situación con todo el cuidado posible y he acabado por no enterarme de quien ha de abonar ciertos gastos hipotecarios que antes abonaban los clientes del banco y ahora se llegó a establecer por una sala del Supremo, con una lógica de primer curso, que esos gastos debieran correr a cuenta de los que se beneficiaban del negocio hipotecario, que son los bancos. Pero pocas horas después otra sala del Supremo suspendió la sentencia, que alguien dijo que es firme por ser cosa juzgada, por estimar que había que volver al abono de esos gastos por los clientes.

Voy a intentar poner un poco de claridad en este Mercado de los Encantes. El lío colosal se organizó sobre unas bases de moral colonial. Los bancos invitaban a los ciudadanos a que les comprasen un producto caro ya por sí. Y al llegar la hora de cerrar el trato pasaban la cuenta de la invitación a los consumidores invitados. A mí me recordaba este retruécano la propuesta de un gitano que montó un valioso picadero en el que hacía su negocio, que consistía en cambiar siempre un caballo blanco por dos negros y sin ningún gasto añadido, excluyendo el importe de la copa que el gitano arrimaba al dueño de los caballos negros para celebrar el negocio.

Quizá ante esta habilidad bancaria algunos magistrados del Supremo establecieron, con espíritu social, que ciertos gastos producidos en la firma de los documentos hipotecarios habrían de correr a cuenta del beneficiario del negocio, que eran los bancos según los bancos. Digo nuevamente que resulta delirante que esa justísima sentencia sea revocada horas después por otra instancia del Supremo, tribunal que tiene en su haber la condonación de causas por torturas, la dilatación de procesos por corrupciones en el poder, por calificaciones medievales como la acusación de terrorismo o rebelión por reclamar la libertad de su nación y tirar unas piedras en respuesta a las cargas policiales, acciones que en la mayor parte de Europa se resuelven con la multa correspondiente a los desórdenes públicos.

Todo esto resulta delirante y exige que la Guardia Civil proceda a un examen riguroso de las llamadas telefónicas que funcionaron durante los últimos días entre responsables bancarios y personajes del poder político o económico. Ya no hablo de una severa acción de la fiscalía porque me niego a entregar mi fe a un organismo que depende del Gobierno cuando tiene por fin defender a la ciudadanía frente a los aconteceres delictivos o las ilegalidades cometidas por cualquier instancia política. Mientras los fiscales no sean elegidos directamente por la calle no admitiré, como ciudadano, que la seguridad de los españoles dance entre una posible decencia y una oscura indecencia.

No quiero admitir asimismo al presidente del Tribunal Supremo, señor Lesmes, sus excusas por la gestión vergonzosa de su tribunal. Gobernar el funcionamiento de la justicia no entraña la responsabilidad de un cocinero que al hacer una tortilla ha olvidado los huevos. Por su propio nivel de responsabilidad los dirigentes de las instituciones públicas solamente tienen un camino para reparar sus grandes errores: ¡irse! En política no hay licencia para equivocarse. Y ya no quiero entrar más a fondo en la corrección de la irresponsabilidad de que hablo porque soy un anciano que quiere morir en su cama, con sus libros en la mano, su bandera de proletario de Cristo en la pared y sus libros abiertos por la página correcta. Es lo último que espero a los noventa años, después de asistir al nuevo entierro de Franco, cuya memoria marcará para siempre los relatos del crimen.

Ahora esperemos a la forma en que los magistrados del Tribunal Supremo terciarán la capa larga y arrebozarán su cara como en tiempos de Esquilache. En esta ocasión no hablamos de los madrileños que se alzaron en Madrid el año 1766 contra la hambruna. Debajo de la capa larga los madrileños llevaban el puñal. Ahora no hay para tanto; los madrileños que comen opíparamente son numerosos dada la abundancia de organismos. Se trata simplemente de que los ciudadanos disimulen su personalidad ante la policía cuando acudan en manifestación ruidosa a protestar ante el primer tribunal de España, que ha decido al fin que los gastos jurídicos generados por la operación hipotecaria corran por cuenta del cliente hipotecado a fin de ayudar a los banqueros a mantener un negocio tan duro y arriesgado. Los manifestantes saben que aún funcionan leyes que autorizan a jueces como el señor Llarena a abrir preventivamente, al menos por unos años, las puertas de la cárcel para preservar el orden constitucional de 1976, que cambió a España. Sé que estas reacciones quebrantan más la separación de poderes, pero educan a la ciudadanía en el respeto a la Constitución. Y mantienen en calma a la policía, que es un poder que no hay que perder de vista. Como dijo democráticamente el nuevo presidente de Brasil «policía que no mata, no es policía». Aquí basta con los bancos. Podría decirse, en paralelo al señor Bolsonaro: «Banco que no mata no es un banco».

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