Antonio Alvarez-Solís
Periodista

El marqués en el Olimpo

¿Se puede asegurar que los franceses del común, los españoles llanos, los ingleses corrientes, los italianos «qualunque» pueden ser lo que quieran ser con una indiscutible y natural capacidad de elección o de simple posibilidad? ¿Está seguro de ello el Sr. Vargas Llosa?

Entre Mario Vargas Llosa y Pedro J. Ramírez el amor no tuvo límites. Era un premio de periodismo predestinado, lógico, literalmente inevitable. Un premio que premiaba a los dos en una carrera hacia sí mismos. Uno, desde el arcén de su mundo, premiaba al otro, que corría como siempre por la brillante autopista del éxito. No había, pues, noticia que valiera como tal. Pero Vargas Llosa la fabricó de apenas nada. Pedro J. sabía que era la ocasión de oro. Picó la espuela y el marqués no perdió el tiempo. Surgió la catarata en torno al nacionalismo. Fue terminante desde el inicio: «Yo creo que el nacionalismo es una de las grandes aberraciones de la historia». El nacionalismo, sin matiz alguno. ¡Qué difícil debate desde lo absoluto! ¿Es nacionalista Norteamérica? Sí. ¿Es nacionalista Inglaterra? Of course! ¿Es nacionalista Francia? Oh, claro. ¿Es nacionalista España? ¡Quién lo niega! Pues ante esas aberraciones suspira traspuesto el marqués de Vargas; al menos si uno atiende a su vida. ¿O es que esas naciones no son nacionalistas?

Más preguntas: ¿Es aberrante la nacionalista Euskal Herria? O Escocia. O Catalunya. ¿En qué consiste su aberración? Luchan las tres naciones por su libertad, por ser ellas mismas, por sacudirse el yugo que las somete a los Estados que las dominan. Desean librarse de la prisión imperialista. ¿Es esto lo aberrante? No se alegue que hablamos de países chicos y por ello sin capacidad física de imperio. El imperialismo cabe en un suspiro. El pecado no se califica por el volumen del relicario que lo contiene. Euskal Herria, Escocia, Catalunya, Irlanda o Córcega no tienen un corazón imperialista. Luchan contra el imperio. Lo han sufrido con dolor.

Hay que buscar, pues, algo que distinga a los nacionalismos. Quizá el Sr. Vargas Llosa adelante en su discurso urgente algún material para el debate. Habla de la aberración nacionalista como una postura que «niega la libertad individual, que niega la posibilidad de un ciudadano o de una ciudadana para elegir su propio destino y ser lo que quiere ser mediante una conducta determinada». Eso que señala el Sr. Vargas Llosa podría constituir la prueba del nueve para condenar al nacionalismo. Ahora bien, si no se tiene la dimensión social del Sr. Vargas Llosa o la del mismo Pedro J., ¿se puede asegurar que los franceses del común, los españoles llanos, los ingleses corrientes, los italianos qualunque pueden ser lo que quieran ser con una indiscutible y natural capacidad de elección o de simple posibilidad? ¿Está seguro de ello el Sr. Vargas Llosa? ¿Qué oculta esa advertencia varguiana de poder ser lo que se quiere ser «mediante una conducta determinada»? ¿Qué clase de conducta determinada? ¿Hay una conditio sine qua non poco confesable? Si es así, mala cosa.

Por tanto, una contradicción primera que debemos resolver: ¿El nacionalismo presuntamente individualista americano o francés, inglés o español facilita eficazmente la posibilidad igualitaria del individuo para ser lo que desee o funciona esa posibilidad únicamente en grupos cerrados, y por tanto, sí, aberrantes? Yo estimo que pertenecer a esos grupos o castas es lo único que provee el preciso oxígeno para la aureolada existencia del individuo libre. En fin, todo esto, Sr. Vargas, es un lío tal como lo plantea. Podría ocurrir que en el seno de las auténticas naciones –es decir las que no han necesitado la horma zapatera del Estado para serlo– el individuo nacionalista funcione con más entrañable y real libertad.

Una segunda contradición. Según usted, Sr. Vargas, el nacionalismo «es una aberración que convierte el pertenecer a una colectividad en un valor cultural, en un valor político, en un valor ético». ¿Cultura sin colectividad? En el nihilismo, puede ser. Es decir, con una ideología de fiambrera. La cultura es una realidad colectiva. Es una suma de saberes y aconteceres que impregna al individuo en un marco colectivo histórico. Por eso parece tan inapropiado hablar de cultura universal, que no deja de constituir una abstracción que vacía de contenido el concepto de cultura. Toda colectividad tiene una estructura cultural singular más o menos amplia o acabada. El mundo occidental presente es deleznable por mengua de la pluralidad de culturas. La globalización ha dañado gravemente la riqueza cultural de todos al reducirla la cultura a un orden general de simples eficacias materiales. El resultado es el individuo sin amores ciertos, sin saberes morales, sin brújula sensible.

Las razones expuestas cabe aplicarlas a los valores políticos e incluso a los valores éticos. Sr. Vargas, en política, por ejemplo, hay que elegir entre una insoportable abstracción hegeliana del poder y unas determinadas ubicaciones en el mapa. Claro que usted es personaje que alaba ese falsario individualismo porque no es abeja de colmena sino zángano importante. Y le ruego que considere lo de zángano como una metáfora intelectual muy del caso. Lejos de mi fe colectivista toda injuria a otro ser humano, sobre todo cuando tiene el relieve suyo. Lo que quiero decir es que la habilidad del depredador solitario siempre se ejerce a costa del hecho colectivo.

Una acotación más. En su discurso llegó a decir en un determinado momento que «el nacionalismo es una de las grandes aberraciones de la historia; es un sobreviviente del estatismo y del colectivismo». ¡Alto ahí, marqués! No mezclemos el estatismo, que es la clave y cifra del nacionalismo imperialista, con el colectivismo, que hoy es quizá la única base en que sustentar el nacionalismo liberador de los ciudadanos oprimidos, que necesitan la unión estrecha y doméstica frente a los individuos prepotentes, que cuando no son piratas, navegan en corso. Estas cosas hay que tratarlas con mucha delicadeza para no incurrir en impudencia, que es la obscenidad de los promiscuos.

Comprendo, Sr. Vargas, que todas estas consideraciones que he venido haciendo no han de perder de vista que su discurso estaba hecho de cortesías con el dueño de la casa y que, por lo tanto, no hay que darle más alcance que el que realmente tiene; pero considero que una trivialidad, si lo es, puede convertirse en explosivo. Está claro que usted se refería a los nacionalismos vasco y catalán, que usted rechaza con unas palabras que ensalzan lo conseguido por España tras la llamada transición y que, seguramente, se pondría en juego por la crisis nacionalista en Euskadi y Catalunya. Pues bien, también en ese punto no acierta usted con la realidad, a no ser que usted desee una pobre e incivil realidad de capas y conventillos. España no es ese país que usted describe, «con instituciones sólidas y donde imperan la legalidad y la libertad» merced a la Transición. ¡Ni mucho menos, marqués! Precisamente la ausencia de una legalidad legítima y la práctica de una constante trasgresión de la libertad han fortalecido los nacionalismos catalán y vasco. Euskadi y Catalunya son naciones de una madurez social que no cuadra con el histórico desaguisado español. En la actualidad este desaguisado está alcanzando niveles absolutamente estremecedores para considerar lo español como un marco de referencia. El nacionalismo vasco o el nacionalismo catalán –y hablo de nacionalismos reales y no de juego de la oca, que de todo hay en Catalunya y Euskadi– luchan contra verdaderas aberraciones, para usar su lenguaje. Yo creo que cuando usted regrese a París o Londres olvidará lo dicho en los Premios Mundo de Periodismo y volverá a sus novelas.

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