Maite Ubiria Beaumont
Responsable de Política Internacional de Sortu

El nuevo rapto de Europa

Cosette tiene los ojos humedecidos por las lágrimas. La niña de «Los Miserables», revisitada oportunamente para la denuncia política más necesaria, apenas puede ver y tampoco hace falta esforzarse demasiado para sentir como propio su ahogo.

La irrupción con gases lacrimógenos de la Policía francesa en la ominosa Jungla de Calais ha tenido su réplica más subversiva a manos de un misterioso artista callejero.

Bajo el argumento de proteger su obra, unos tablones cubren ya el grafiti de Bansky, que apareció hace unos días a pocos metros de la embajada francesa en Londres. El lienzo tiene su importancia. Se trata de la pared de un inmueble destinado a albergar actividades y personas que, faltaría más, se sentirían ofendidas si alguien tratara de endosar a su modelo de existencia y a su escala de valores (bursátiles) alguna remota responsabilidad en la política que patrocinan sus dirigentes en espacios de contención de migrantes como el de Calais.

Otro tanto ocurriría en la mayoría de los países de la Unión Europea, que prefieren esconder tras los muros o las alambradas de espino la miseria que genera la globalización neoliberal que sostienen y las guerras que patrocinan para seguir salvaguardando los mismos espurios intereses.

Los refugiados que huyen, en la mayoría de los casos, de la guerra inducida que devora vidas en Siria apenas aparecen ya en los espacios informativos. Se apagaron las cámaras que lograron un efímero impacto en las conciencias gracias a la imagen del pequeño Aylan Kurdi, ahogado en una playa turca.

Las muertes no han cesado, se suceden a diario, porque tampoco ha cesado la búsqueda de la otra orilla, que apunta en el presente a Lesbos. Que antes se llamó Lampedusa, y antes Almería, y antes... conformando una enorme fosa común que se ensancha en esta o aquella latitud a golpe de conflictos en el norte de Africa y con el ingrediente omnipresente de la injusticia social.

Sin embargo, el interés informativo ha decaído, y ya solo los vigilantes voluntarios, algunos de ellos vascos, están allá para tratar de compensar con su esfuerzo el enorme naufragio colectivo que implica esta que denominamos crisis, y que en realidad no es sino otro rapto, un hurto, un secuestro en toda regla del proyecto de cooperación europea, que tiene a sus mayores enemigos en los despachos en que se decide la suerte de esa Unión consagrada a salvarse a sí misma.

La misma UE que estranguló con las manos de la Troika y la soga del memorándum de la deuda a Grecia valora la conveniencia de proceder a otro asalto. Esta vez mediante la puesta en marcha de una Policía de fronteras que podría actuar en los límites externos de la Unión, para ocuparse mejor que «el indolente Gobierno progresista griego» de cerrar el paso a los refugiados.

De momento es solo un proyecto, pero se suma a iniciativas que ya tienen un mayor grado de madurez, como la de estirar como el chicle las excepciones a la libre circulación de personas.

La desactivación práctica de ese derecho –parcial, modulable y, por descontado, de menor rango que el que preserva la movilidad de capitales, incluso hacia paraísos fiscales propios o cercanos a la UE– implica la pérdida de uno de los estandartes de la integración europea.

Bien es cierto que se trata de un derecho de calado simbólico, dadas las lagunas y limitaciones que han acompañado al proyecto de cooperación en la esfera judicial y policial que se practica en el llamado Espacio Schengen.
En todo caso, la reposición formal de los controles fronterizos deja a la ciudadanía europea cada día más huérfana de referencias prácticas de un proyecto de integración, ya de por sí castigado, en cuanto a aceptación popular se refiere, por las políticas de austeridad.

La suma de déficit social y de deterioro político (democrático) ofrece, por descontado, todo un mar de posibilidades al euroescepticismo de (extrema) derecha para seguir extendiendo sus alas, como un ave de rapiña, sobre ese cuerpo que hoy yace inerte, el llamado «acerbo comunitario». Si es que alguien, a estas alturas, sigue entendiendo el mismo, claro está, no como mero glosario de tratados, normas y directivas, sino fundamentalmente como un compendio de valores políticos.

Los estados que se han negado a aplicar las cuotas, de por sí vergonzosas, acordadas por ellos mismos para asegurar de forma tardía la acogida de refugiados, hoy tienen un solo objetivo: perfeccionar las medidas coercitivas y disuasivas para hacer desistir a los que huyen.

Y para ello todo vale, incluida la presión a Grecia para que actúe de capo y proceda a un filtro si cabe más exhaustivo, obstaculizando en origen el acceso al asilo, a fin de estrechar al máximo el acceso de refugiados al pasillo centroeuropeo. Y ello cuando, consultando la fría estadística, se descubre que la «política del portazo» es más que prolífica: el número de personas expulsadas por la UE dobla ya con creces al de personas a las que se concede asilo.

Por ello, la pregunta es ¿hasta dónde se quiere restringir el derecho fundamental al asilo, hasta que Europa sea un campo yermo de derechos, un frío páramo de libertades, un espacio de permanente invierno, como el que amenaza la vida de los refugiados que vagan en búsqueda de un lugar seguro?

Especial alarma generan determinadas medidas, de momento enunciadas a escala estatal, pero que seducen a cada vez más estados miembros, normativas que vuelven a remontarnos en la memoria colectiva a un pasado aborrecible: con gobiernos formalmente democráticos, con países con altos estándares sociales, con ciudadanías exquisitamente cultas... y consagradas, no obstante, a la incautación y al colaboracionismo. ¿O no es preciso prevenir con total crudeza sobre las normativas destinadas a despojar a los refugiados de objetos de valor y de dinero que se promueven, en distintas versiones, desde Austria a Dinamarca, pasando por varios estados alemanes?

Es posible que nos cuenten que esas y otras medidas –las pulseras, las puertas marcadas, las guías de comportamiento...– son adoptadas por el bien de la población a la que se segrega. Nos lo dirán los mismos que no han tenido empacho en aprovechar para el mismo fin sucesos tan lamentables como la muerte violenta de la trabajadora de un centro de acogida, cerca de Gotemburgo, o las agresiones sexistas de fin de año en Colonia, mediatizadas con un evidente aderezo xenófobo.

Mientras, en el Estado francés, la conmoción generada por los atentados de París da paso a la razón securitaria, evocada por el Gobierno Hollande-Valls como cortafuego al Frente Nacional, aunque a la postre se emplee el estado de urgencia para combatir a la disidencia, social o política. Para recrear nuevos enemigos a la sombra del enemigo global. Como se deriva de lo actuado contra los colectivos opuestos a la construcción del aeropuerto de Notre-Dame-des-Landes. De la iniciativa de reforma constitucional, y su polémica propuesta de supresión de la nacionalidad o de las amenazas larvadas hacia las nuevas autoridades corsas, por el hecho de hablar su lengua o defender un estatus político propio.

Sin embargo, ni ese influjo externo que nos llega de los estados, ni la tarea más urgente, la de afrontar las emergencias socio-políticas que se dibujan en Euskal Herria, deberían llevarnos a renunciar a nuestra obligación de velar por lo que ocurre en nuestra casa común, Europa.

De ahí que no queramos olvidar ni borrar de la retina a esos miles de refugiados que luchan por sobrevivir al gélido invierno europeo, mientras en los cálidos despachos de Bruselas se siguen diseñando políticas liberticidas y ajenas al más elemental sentido de la justicia.

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