Txema García
Periodista y escritor

El otro «bombardeo» de Busturialdea

Las tropas aliadas fueron tomando posiciones en el alto de Autzagane mientras varias columnas blindadas de autobuses se aproximaban a Bermeo, tras haber asaltado las defensas de San Juan de Gaztelugatxe.

La primavera daba sus primeros aleteos en aquellos días finales de abril del 2029 y el ambiente presagiaba que algo terrible estaba a punto de suceder.

Toda la comarca llevaba ya varios años defendiéndose de las continuas incursiones que tropeles de gentes venían realizando a lo largo de las pequeñas localidades de ambos lados del estuario de Urdaibai. Ya no era solo en los meses estivales cuando sucedían las arremetidas más brutales, sino que el calendario entero se había convertido en un tiempo propicio para el actuar de las fuerzas atacantes.

Algunos enclaves apenas resistían ya a las fuerzas de asedio. Mundaka, que otrora en la antigüedad se había defendido a cañonazos de los hostigamientos piratas llegados desde lejanos países de ultramar, era ahora un pueblo invadido por hordas ingobernables provenientes de todos los lugares del mundo hasta tal punto que muchos de sus habitantes se habían visto obligados a huir de su localidad.

Los arenales de la comarca también habían sido conquistados por otras muchedumbres, así como otros muchos lugares estratégicos desde un punto de vista paisajístico y de defensa del territorio.

No era algo nuevo. Los acontecimientos se sucedían a velocidad de vértigo, pero el detonante explosivo de la situación había ocurrido varios años atrás con la imposición de colocar un bunker-museo con pretensiones artísticas en uno de los recodos de la ría, justo allí donde la Naturaleza debía contar con la máxima protección defensiva.

Desde entonces, todo Urdaibai se había convertido en un territorio a conquistar. Los aeropuertos más cercanos estaban colapsados de vuelos buscando dejar su carga de exploradores que, con cámara en mano y equipados con avanzados dispositivos de geolocalización de puntos de interés paisajístico, batían cualquier lugar de la geografía con el único objetivo de ocupar residencias, calles y plazas, conquistar una terraza, colapsar espacios, tomar una posición o conseguir un simple encuadre del territorio.

Los ataques no solo venían por tierra y aire, sino que también llegaban desde una mar plastificada de lanchas, yates y una flotilla de embarcaciones menores hechas de fibra de poliéster y matriculadas en aguas lejanas e, incluso a veces, motos acuáticas rápidas y ruidosas que a modo de comandos incursionaban por todo el litoral incluyendo acantilados abruptos, ensenadas, marismas y arenales.

Todo podía ser de relevancia «estratégica» en términos de asedio, ocupación y avance: una atalaya, un riachuelo, una pequeña catarata, un árbol centenario, una solitaria cala, una torre medieval, una iglesia cerrada, una isla, un molino, un puerto con un cañón apuntando a la nada, los restos de una civilización milenaria...

Eran batallones enteros, milicias de infantería, legiones que rastreaban todo el territorio para en una primera fase descubrir los puntos más débiles del «enemigo» y, más tarde, arrasar con todo lo que de valor pudieran tener aquellos parajes.

Pero dejemos la Historia que, por lo visto hasta ahora, es papel mojado y no parece dar lecciones a nadie. Volvamos al futuro, a ese lugar en el que todo se va alineando para que ocurra justamente aquello que queremos evitar.

Sí, las crónicas de entonces, las de abril del 2029, y perdonen por adelantar acontecimientos, dirán que esa fecha marcó el principio de una época aciaga para Busturialdea. Fue una victoria pírrica, como todas las victorias, en la que ganan unos pocos y pierden los de siempre.

Sí, en aquel edificio se concretaba el signo de la Victoria de las Instituciones sobre un Pueblo al que decían representar. Sería un nuevo Proyecto de País, un Museo para ensalzar la Naturaleza después de destruirla para beneficio de los de siempre, acostumbrados a maniobrar en despachos y moquetas de las instituciones, cuando no en restaurantes de lujo en los que arreglar acuerdos público-privados, es decir, transversales y directos a atentar contra nuestros (tus) bolsillos.

Todo se resumía en la necesidad de llegar a la Tierra Prometida, con el País y el Partido unidos en un mismo afán: colocar a Euskadi en lo más alto del pódium de las barbaridades cometidas en este planeta: convertirlo en el único país de todo el mundo que, con una sola Reserva de la Biosfera entre más de 759 existentes, contaría en su territorio con un Museo, con dos sedes y, peor aún, una de ellas situada en una Zona de Especial Protección.

Así que aquellos días de finales de abril del 2029 marcaron el inicio de una nueva época jamás antes imaginada. Busturialdea comenzó a despoblarse de habitantes locales. Sus moradores, o bien huían despavoridos ante la invasión de una alianza internacional de tropas comandadas por la «División Booking» y flanqueadas por contingentes diversos agrupados en los batallones «TripAdvisor», «Trivago» y «Airbnb», o bien se quedaban marginados por la ocupación extranjera que se hacía de sus entornos y propiedades. Eran brigadas «gentrificadoras» dotadas de armas de destrucción masiva y que ya habían probado su eficacia en otros numerosos lugares del planeta: Cancún, Baleares, Canarias, Bali, Bangkok, Grecia... e, incluso, en puntos tan insospechados como la cordillera del Karakorum, Iguazu, la Sagrada Familia de Barcelona o las cataratas del Niágara.

Pero eso solo era la avanzadilla de otros contingentes porque a los anteriores se le sumaban regimientos de la infantería de tierra equipados con guías «Lonely Planet» o motorizados en vehículos «Europcar», «Enterprise» o «Avis» y dispuestos a escudriñar todos los rincones de Busturialdea.

Comandos especiales se adentraron en el territorio para sabotear el descanso de sus habitantes. Por si esta fuera poca intromisión, las fuerzas ocupantes decretaron un nuevo «estado de excepción lingüístico» y el euskera quedo marginada a lengua de signos imperceptibles, olvidada una vez más en otro recodo aciago de la Historia del país.

No menos llamativo era el abandono de las zonas rurales, otrora productoras de alimentos y ahora convertidas en eriales o, peor aún, en territorios entregados a la especulación de los más fuertes. Eso sí, las instituciones proclamaban a los cuatro vientos cardinales la excelente gastronomía que se ofrecía al visitante, aun cuando, y cada vez más, una gran parte de los productos que se consumían llegaban importados de tierras ajenas a estos lares.

El caos reinaba por todas partes. Hasta el Gobierno autonómico en funciones que había impulsado aquel proyecto ecocida estaba como ausente. Otras autoridades se pasaron al bando vencedor, sabedoras de que Roma, perdón, New York, Washington o Langley, siempre paga a los traidores, es decir, a los que sirven a sus intereses. Eso sí, la población civil, sobre todo los jóvenes, no tuvieron más remedio que marchar hacia otras tierras desconocidas en busca de un trabajo y una vivienda digna, porque su país estaba al servicio de los nuevos ocupantes. Y los más mayores, que habían sufrido los rigores de tiempos muy dramáticos, no entendían nada y estaban sobrecogidos por lo que estaba pasando.

El nuevo «bombardeo» cubrió todo Busturialdea. Ya no eran bombas, sino otro tipo de metralla invisible, mucho más sutil, casi indiscernible. Se trataba de algo parecido a un xirimiri, a una lluvia ácida que calaba en las conciencias de las gentes, inculcándoles que había que sacrificar la Naturaleza para honrar un Futuro plagado de oscuros intereses. Y su carga infernal destruyó personas, modos de vida, haciendas, animales... Y, al final, ni siquiera Pablo Picasso hubiera podido imaginar que su histórico cuadro, tan vanagloriado por la crítica de las artes visuales, tan reconocido por su denuncia de una anterior masacre, fuera ya el pálido reflejo de un tiempo irreconocible donde un Museo con dos sedes era presentado como el remedio de todos los males.

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