El «uni-otro» programático
Es muy importante delimitar el propósito al que deba servir la estructura, en su caso política, así como el constatar el que una vez establecida responda lo más eficazmente posible a las demandas exigidas a la misma. Lo que de por sí supone la existencia de un ente director ocupando el lugar de un dios menor, de un demiurgo.
Todo en nuestra realidad parece haberse vuelto fruto de la programación. Esta es la argucia que el Sistema utiliza para evitar el temido «acontecimiento» que surge de lo improbable, mal mensurado e imprevisible. La ipseidad de la situación presente (vs. «mismidad» en filosofía –perdonad si no lo empleo con propiedad–; ipseitas en Duns Escoto, «como mismidad, en el sentido de la singularidad intransferible de la cosa individual»), parece funcionar en modo deconstructivo, tal y como lo pudiera hacer en nuestro organismo el efecto de una concatenación de pequeños ictus modificando el equilibrio, primeramente mediante compensaciones para acabar al final con el inevitable desenlace que conlleva una pérdida definitiva e irrecuperable de capacidades relacionadas, por ende, con la propia actitud alterando el comportamiento. Es decir, que la excepción se ha vuelto norma en el hecho de que sea ésta la condición ineludible de lo permanente: una cada vez mayor precariedad existencial basada en la pérdida del horizonte y consiguiente e intrínseca inestabilidad fundamentada en lo excepcional-cotidiano que crea la línea quebrada del diente de sierra.
Un diente de sierra hace avanzar quebrando la realidad, su materia. O, cuando menos, el consenso sobre lo que se supone que sea ésta. Es un avance en todo caso traumático, como hemos podido comprobar con aquellos de la estadística pandémica, consiguiendo visualizar la pérdida del hábito que con tantas ansias pretendemos actualmente recuperar. Ahora bien, por otra parte, releyendo a Kandinsky, se aprecia como los ángulos (de visión o no) surgen de la línea quebrada en un intento de dar respuesta a lo plural, no uniforme y diversificado. Relacionado con esto último, en su día, Rudolf Arnheim, publicara bajo título de "El quiebre y la estructura", la compilación de nada menos que veintiocho ensayos, más o menos extensos, sobre la estructura. Todo en el sistema programático es estructural, en el intento de incorporar la parte a un todo en aras de alguna finalidad. Data el ensayo que da título a la compilación en la primavera de 1992 y para la política afirma inspirarse en el rousseauniano Contrato. En sus premisas nos informa del problema de conciliar intereses del mundo de la política que no obstante no plantea el mismo grado de dificultad en la biología así como en las artes: «En el ámbito biológico, la aproximación más exitosa a este estado (estructural) corresponde a los organismos; en el ámbito psicológico, a las aspiraciones más elevadas de la mente en la forma de utopías u obras de arte. En la práctica política, en cambio –habrá de añadir–, este estado nunca se alcanza y tampoco se lo considera con demasiada intención.» Y ello tras mostrar esa visión vectorial («vectores en un sistema de fuerzas» –nos dirá–, como en su día lo hiciera también Whitehead), pugnando por encontrar el equilibrio óptimo garante de la estabilidad, en una gestáltica visión muy de la época en la que él mismo era uno de sus más destacados representantes.
Esta cuestión, por tanto, tiene que ver más exactamente con la integración de la parte como un todo en-sí-mismo formando parte del todo, sin que este último corra riesgo de explosionar o implosionar, implica el protagonismo de un sujeto, comunitario pero también individual, una serie de cosas, que incluye objetos, causas y contingencias, así como la sensata, en ocasiones insensata, directiva programática en las cuestiones humanas que coadyuve su consecución. Viene a sonar al discurso, en cierto modo, en la narrativa mono-panteísta de Bruno Latour en torno a la unidad del Colectivo en pluralidad de todos los entes existentes constituidos en magna asamblea, que particularmente no termino de entender en su más que compleja vertebración. Ahora bien, Arnheim no obstante deja bien clara una cuestión que debiera servirnos de guía como es aquella de que «los alcances de la estructura están determinados por la medida de sus necesidades y por sus posibilidades de adecuarse a su mejor funcionamiento». En este sentido, es muy importante delimitar el propósito al que deba servir la estructura, en su caso política, así como el constatar el que una vez establecida responda lo más eficazmente posible a las demandas exigidas a la misma. Lo que de por sí supone la existencia de un ente director ocupando el lugar de un dios menor, de un demiurgo.
Aún en Arnheim este ente asume la arquetipología de lo humano definiendo al artista como un autócrata, inventando y ordenando el material más o menos a su antojo, mientras que el dictador, el tirano, ya participa directamente de la obra no pudiendo dejar de formar parte de la misma, y al buen gobernante lo ve más como un jugador de ajedrez que consigue para los suyos el triunfo de la partida. Tal vez pueda servirnos para ilustrar una anécdota atroz que en muchas ocasiones ha venido rondado mi cabeza: la indirecta responsabilidad –aunque injustificada atribución, por mi parte– de todos aquellos que no tuvieron a bien valorar el don de Hitler para la pintura induciéndole a participar de la política como un intento wagneriano de consecución de la obra total con sus por todos conocidas, totalitarias y crueles consecuencias.
De parecido modo, la estructura sistémica implica una determinación tal vez ineludible. Trata prioritariamente de evitar el vector negativo del que nos habla Arnheim que la desestabilice, aunque pueda ser consciente de que tal acción, a futuro, reporte más beneficio que perjuicio. Invirtiendo el orden vendría a ser algo así como el cuadro (las reglas de composición), imperando sobre el pintor (la voluntad de representación), aún cuando el primero en su situación previa sea un simple lienzo en blanco fijado al bastidor. En tal estado, el cuadro antes de ser pintado no deja de ser en-sí-mismo estructura que haya de derivar en obra (de arte), por mucho que se empeñe el arte conceptual en hacer del entorno un lugar que le pueda sublimar como tal. Así la posibilidad en positivo de una no-obra como muestra de arte podría ser la de su propia imposibilidad colgando la tela rasgada del muro de la galería evidenciando la existencia real de una tercera dimensión. Algo que en su momento constituyera parte del monocromismo espacial en la obra del italoargentino Lucio Fontana.
Este monocromismo estructural, desvitalizador desde la raíz misma, es el que denuncia Jean-Luc Nancy bajo el fenómeno denominado automación (automatización de cadenas complejas de producción, nos dirá), como riesgo para el futuro de la humanidad disfrazado de «por-venir». La unidad sumisa de lo otro (conjunto de sujetos y objetos presentes en el colectivo bajo un nuevo orden constitucional latouriano) al programa cuya ideología esta oculta tras esa apariencia de verdad en que consiste la ciencia y la servidumbre lacaya de su ahijada, la técnica, bajo la a todas luces falsa promesa de liberar tanto a siervos como a amos de la responsabilidad sobre cualquier tipo de orden y mandato. Lo que, consecuentemente, no deja de implicar sino un alto grado de deshumanización.