Fran Espinosa
Politólogo y activista

El viaje

Lo que está detrás de la connotación negativa que acompaña al término «inmigrante» no es la procedencia geográfica ni el color de la piel ni la religión que profese el «extranjero», sino su pobreza y su indefensión.

Mañana, al alba, partiré de viaje.
Hoy, presa de emociones diferentes,
me despedí de amigos y parientes
y me reconcilié con el paisaje.

Ya tengo preparado el equipaje
y no he dejado atrás cuentas pendientes.
Voy a conocer mundo, nuevas gentes.
No habrá ningún lugar donde no encaje.

Como dice la abuela: Hasta lo ingrato
con buen talante siempre se supera
y se vuelva aceptable de inmediato.

¡Por Alá, qué larguísima esta espera!
En fin, será mejor que duerma un rato
porque a las siete zarpa la patera.

La historia se repite miles y miles de veces cada día. Mujeres, hombres, menores que en pos de un futuro mejor se embarcan en verdaderas odiseas, muchas de las cuales culminan, por desgracia, con muertes trágicas y prematuras.

Es por ello que cuando escucho hablar a políticos y periodistas sobre «la crisis migratoria en el Mediterráneo» me da la impresión de que abordan el asunto de manera superficial y sin afrontar la verdadera causa del fenómeno en cuestión.

No es menos cierto que sustituir el vocablo «migrante» por el de «inmigrante» implica ya un cambio estético que ayuda a dulcificar la imagen de quien llega de fuera. Y es que cuando pensamos en un inmigrante jamás nos acordaremos de Messi ni de Shakira ni de Cristiano Ronaldo, inmigrantes que, para más inri y a pesar de contar con importantes recursos económicos y con el cariño de los fans, nos roban al conjunto de la ciudadanía vía fraude fiscal.

Hasta la fecha, siempre que visualizábamos a un inmigrante nos venía a la cabeza la imagen de un individuo procedente del Magreb o del África subsahariana, de Oriente Medio o de Sudamérica y, por supuesto, pobre.

Y es que lo que está detrás de la connotación negativa que acompaña al término «inmigrante» no es la procedencia geográfica ni el color de la piel ni la religión que profese el «extranjero», sino su pobreza y su indefensión.

Por otro lado, la palabra «crisis» deriva del griego y más en concreto del ámbito de la medicina. En origen hacía referencia a ese momento específico en que el paciente enfermo sanaba o, por el contrario, fallecía indefectiblemente. Se refería, pues, a un suceso muy puntual y circunscrito a un margen temporal breve.

Sin embargo, el trasiego de pateras hacia Europa se prolonga ya durante décadas y seguirá creciendo en el futuro de forma exponencial al aumento de la población en el continente africano. Denominar «crisis migratoria» a lo que a diario ocurre en el Mediterráneo es un eufemismo emparentado con ese otro de llamar «crisis económica» a la estafa financiera que nos afecta desde principios de siglo tanto a nómadas como a sedentarios.

Porque el problema es el neoliberalismo y su capacidad para generar en el mundo desigualdades cada vez más acentuadas y de patrocinar la manida estrategia de las élites consistente en enfrentar al local con el visitante, al penúltimo contra el último, para que erremos el disparo y, en lugar de apuntar hacia arriba, luchemos entre nosotros por las migajas que ellos dejan.

A lo que sin duda sí que podemos calificar de crisis a día de hoy, de encrucijada a vida o muerte, es a la situación en la que se encuentran los náufragos a bordo del Open Arms. 160 personas desesperadas condenadas a mirar desde el mar hasta dónde alcanza la hipocresía de la UE, en general, y de los gobiernos europeos autodenominados progresistas y democráticos, en particular (el progreso implica empatía y solidaridad y la democracia, según explicaba Rousseau, requiere de unas condiciones jurídicas y sociales que impidan que nadie sea tan rico como para poder comprar a otro ni nadie tan pobre como para tener que venderse o suplicar por su vida).

No en vano, un portavoz de Proactiva Open Arms manifestaba recientemente «Si en vez de un barco con inmigrantes fuese un crucero turístico o un pesquero, ¿cuánto se hubiese movido ya la cosa?».

La utopía, más que un puerto de destino, es una dirección en la que navegar. Frente a los muelles cerrados de Salvini, frente a las fronteras españolas protegidas con alambres y concertinas, frente a los muros americanos que amenace con levantar el iracundo Trump sólo cabe aquel verso del poeta marinero por antonomasia, Rafael Alberti, «A galopar hasta enterrarlos en el mar».

La desobediencia de la capitana Rackete e incluso la desobediencia de Sánchez a la UE en el incidente del Aquarius es la ruta a seguir en esta travesía que está durando demasiado tiempo.

No es la vida de un puñado de seres humanos lo único que está ahora en juego, sino nuestra propia humanidad.

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