Víctor Moreno
Profesor

Estar en la higuera

Sin duda esta volubilidad es consecuencia de la aludida representación partidista que sería menos fraudulenta si los intereses de la ciudadanía se defendieran de verdad.

Decía Walter Scott que las personas más abominables de su tiempo eran los médicos, los abogados y los confesores, porque todos ellos vivían a costa de las desgracias ajenas. Ignoro, caso de que viviese el autor de «Ivanhoe» en nuestro tiempo, si añadiría a los políticos a esa cofradía usufructuaria de la infelicidad del prójimo. Sea como fuere, lo cierto es que nunca como hoy se ha oído tanto disparate contra los políticos. Para colmo, todos son iguales unos corruptos. Y no hay más que hablar.

Sin embargo, cada cuatro años la ciudadanía acude a la llamada del Estado, pues considera que los partidos políticos representan sus intereses y nadie como ellos para defenderlos ante el papá Estado. Si no, es incomprensible este entusiasmo tras el resultado de unas elecciones victoriosas o no. Probablemente, late el miedo de que, si el Parlamento dejase de funcionar, la sociedad se precipitaría en un caos cainita y distópico.

Se dice que hasta la fecha el mejor sistema político conocido es el de la democracia, a pesar de las perrerías ladradas contra él, incluidas las de Borges. No lo dudo. Ahora bien, ¿no existe otra manera de asegurar la presencia de la sociedad en los aparatos del Estado sin pasar por las omnipresentes horcas caudinas de los partidos políticos? ¿No hay otro modo más directo de conocer la voluntad de la ciudadanía? ¿No se hartan los partidos de estar el santo día representando a una ciudadanía que, para más inri, reniega de ellos?

En fin. Aun dando por hecho que los partidos representen la ciudadanía en el Parlamento y en otros foros administrativos del Estado, digamos que se trata de una «representación» abducida y nada voluntaria. Pero ya se sabe: «hecha la ley, hecha la trampa». Todos saben, algunos mejor que otros, que es un imposible jurídico «representar» a todas las personas de una sociedad, menos aún cuando muchas de ellas ni siquiera quiere que las representen.

En la práctica, nadie acepta que, política, cultural e, incluso, religiosamente, los partidos políticos sean sus representantes. La pretensión de un partido político por representar la sociedad de una tacada es una absurda entelequia. A pesar de ello, la caracterización que se hace de una comunidad autónoma o del país entero, es esa, que el partido que gana las elecciones representa la sociedad. Si los partidos de izquierda las ganan, la sociedad es progresista. Si lo hacen las derechas, conservadora. De este modo, tenemos de forma simultánea una España progresista y un Madrid conservador.

¿Sí? No.

Algunos analistas han dicho que los resultados de los comicios en Madrid han sido «un ejercicio de irresponsabilidad política y de una falta de lógica mayúscula por parte de la ciudadanía», pues, «no solo ha votado a la derecha que ha gobernado contra ella durante la pandemia, sino que se ha echado en brazos del fascismo». La consideración de que el pueblo es sabio cuando me vota e ignorante si lo hace al contrario, es muy pertinente, pero no resuelve el asunto planteado. Menos aún, si se tiene en cuenta la voluntad del votante, que tan pronto vota Atenas como Esparta.

Sin duda que esta volubilidad es consecuencia de la aludida representación partidista que sería menos fraudulenta si los intereses de la ciudadanía se defendieran de verdad. Pero no solo. En la claque política de los votantes hay «gente pa tó». Hasta escritores que han ha dicho: «voté UPyD, luego Cs, ahora Ayuso, y, más tarde espero votar al PSOE» (Trapiello). Estos votantes ¿qué son, descerebrados o veletas de hojalata?

Ante tal situación urge más que nunca incorporar la ciudadanía al control de los aparatos del Estado. Sin necesidad de recordar a Jeremy Bentham, la eterna división de poderes de Montesquieu tiene aherrojada la democracia. ¿Cómo es posible que en 2021 sigan aplicando unos principios políticos redactados en 1748?

El poder judicial campa a sus anchas en esta democracia. No existe un equilibrio entre esos poderes, menos aún independencia. Dicen los jueces que no intervienen en política, pero, resuelven la mayoría de los conflictos políticos. Menos mal que «garantizan el derecho de todos».

¿Por qué el poder judicial no se somete al control de la ciudadanía? Si esta elige a sus «representantes» políticos, ¿por qué hace lo propio respecto a los jueces? ¿Que ya lo hacen los políticos en el Parlamento? Ni de coña. Imponer al Ayuntamiento de Madrid la recolocación de unas placas al callejero de la ciudad con el nombre de unos fascistas –y aunque no lo fueran–, es una cacicada judicial y política.

Dicha sentencia judicial, no solo humilla el trabajo de los historiadores, sino que deja la representatividad de los partidos políticos con el culo al aire. Guardar silencio ante ciertas sentencias judiciales, con un tufo a franquismo evidente, no es más que la constatación de que la vetusta e inoperante doctrina de la separación de poderes hace agua. Dicho acatamiento servil no es compatible con la defensa de la ciudadanía a la que los partidos se arrogan su representación. Así que mejor será que sigan a la sombra de una higuera que es donde se encuentran: en la higuera.

Existen maneras inéditas mediante las cuales la ciudadanía podría intervenir de forma directa y presencial, no representada, en esas tareas de control de los tres poderes asumidos. Maneras que de forma permanente convendría revitalizar, pues, si en algo es artero el poder político instalado, es en dar la vuelta a cualquier proyecto progresista desvirtuando su finalidad democrática. Pues al final, todo lo que toca un partido, se parte y se convierte en medio de sus intereses.

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