Gerónimo Barren
Biometrista

Europa y los músicos de Bremen

Yo también me pregunto por el alma europea. No por esa lista de valores... humanitarios, sino por la que llevó a Colón a descubrir horizontes y abrir brecha –esa sí– en el enrarecido y belicoso ambiente europeo del XV.

Bremen es afortunada. Amén de una vida propia más allá del reclamo turístico, tiene un curioso algoritmo contra la desesperación: la peripecia de los cuatro músicos desahuciados. Como sabemos, la historieta acaba bien, relativiza la desgracia, viene envuelta en formato cuento, que siempre desdramatiza el asunto y, además, suele leerse en la infancia, así que se archiva en el imaginario infantil como un gozoso canto a la esperanza. Un lujo.

Lo pensaba en una terraza a orillas del Weser cuando intentaba seguir por televisión la primera gran crisis de los refugiados, allá por el 2015. Me quedé con Lesbos porque era de lo poco que entendía en los subtítulos en alemán. Lesbos sonó de nuevo en el mundo con el viaje del Papa en 2016, ese que ha repetido hace unos días en su gira por el Mediterráneo. Y entonces, como hoy, también subrayó la necesidad de acogida de los cientos de miles de inmigrantes y de un gran pacto sobre la migración. Corría el mes de Abril y la cosa sonaba bien. Pero en Febrero había saltado aquel asunto de las 6 monjas hindúes de clausura de un convento de Santiago y que el Papa, el apostol de la acogida multitudinaria, no estaba dispuesto a acoger. Seis, no 600 ni 6.000. Seis. O tres, no lo sé. Claro que entonces era un jefe de estado velando por la cohesión socioespiritual de sus gobernadas. Inseminación artificial de sus conventos llamó al asunto. Cabría preguntarse cómo llamó a la acogida –remachada– de 800.000 inmigrantes en el ámbito sociocultural alemán.

Curiosamente, en la toma de decisiones, llamar a la gran acogida parece lo fácil. Un así como dar largas. Un hablar de la democracia en peligro, que está de moda. Me pregunto, sin malicia, por esa distorsión brutal entre el gobernar del día a día y la llamada a ese pacto de acogida que nuestros gobiernos no acaban de alumbrar y que quizás sea el síntoma más relevante de la situación: esa incapacidad de unión en temas de gran fondo: Crimea, Ucrania, Brexit, Bielorrusia, Polonia, Turquía... y saber que la solución será posponer y dinero, ese entre indignante y triste procrastinar y pagar. Y no son países y democracias que guarden considerandos ni les falte energía en el accionar de diario. Ahí va una nota: siete meses de cárcel a un padre por dar una bofetada a una insoportable hija preadolescente. Y otra: a juicio con posible pena de cárcel por aparcar en plaza de minusvalía. Miré a ver si eran medidas tomadas por algún presidente bielosatélite, pero no; son de gobiernos progresistas. Quizás el peligro de las democracias estribe -y viene al caso- en ese invasivo modo de entender la vida ciudadana. Y extender, de local a global, vía parlamentaria pero con disciplina de siglas, megatrascendentes cuestiones para el discurrir universal: lenguaje inclusivo, cuotas sociales y brecha adjetivada. Y si se puede, o no, fumar en el coche. O beber en el parque. Por los niños. Y no es una frivolidad. Con esa dinámica de considerarlo todo material de estado se va tejiendo una enmarañada red legislativa que envuelve al ciudadano hasta transformar el patio democrático en una factoría de liliputienses. Ya apuntaba Toynbee que la abundancia de leyes marca las épocas de decadencia. Si el posponer y pagar, tan humanitario, provoca algún tipo de pudor, se invocan los valores europeos, de sospechosa y solidaria actualidad, y se añade que son los valores que nos hicieron grandes. Dudo mucho que Elcano y su vuelta al mundo, las rutas venecianas hacia Oriente, el Acueducto segoviano, la Florencia de los Médicis, las cruzadas a cristazos y el alma griega del Rapto de Europa, hechos y épocas de arrebatada grandeza, centrada en el Hombre y su Humanismo, encajaran en esos valores. Y que al invocarlos, simplemente se está en la mejor línea de sublimar las vergüenzas.

Yo también me pregunto por el alma europea. No por esa lista de valores... humanitarios, sino por la que llevó a Colón a descubrir horizontes y abrir brecha –esa sí– en el enrarecido y belicoso ambiente europeo del XV. Hay una imagen que siempre supe encajaría de algún modo en la Europa que me mueve. Ahí va: Los copos de nieve caen sobre sobre los asistentes a misa en la iglesia de San Nicolás, sin techo a causa de los pasados bombardeos. La edad de los asistentes, provecta. La toma es en blanco y negro. Munich. Navidad. 1945. Aunque la película -Europa- se rodara en el 91, el uso frontal de la cámara ya anunciaba al Lars von Trier de Dogma 95. Y apunta, de modo casi documental, a esa larga y penitente noche triste de terror y encogimiento anímico, de golpes de pecho y aborrecimiento de valores creativos, esos sí, de audacia, valor y firmeza que, hipertrofiados y nacionalizados, nos llevaron al desastre, noche que se abatió sobre el cielo europeo hasta que en el 50 se reactivara la industria. Pero ya nada iba a ser igual. Desterrada la tensión y los valores humanistas aparece la distensión humanitaria que, sin freno, da en el buenismo más adocenado. A Europa ya no la recorre "aquel" fantasma con limpia muda de sepulturero, sino el largo lamento de Plañideros sin Fronteras, que han descubierto que el victimismo no caduca. Pero en la noche europea del año 1 se aprecia que cuando desaparece lo cotidiano, aparece lo sagrado. Independiente del ritual que lo convoque. Y en ese campo también aparecen la familia, la casa. Y que asuntos como que una joven de 16 años pueda abortar sin permiso de la madre pero sí de la trabajadora social quizás no cuadran en la idea de familia de muchas personas y países de la Unión Europea. O que ser señor de tu casa implica ser dueño de cerrar la puerta. «Poder elegir quien entra en casa» pedía un representante de la extrema derecha holandesa. Y eso explica muchas tensiones. Mientras, los criterios de las ongs distribuyen las cuotas de refugiados como las figurillas y los pastorcillos en un belén. El factor cohesión social de un país ni se considera. Ni si procede el invocar la dignidad para lo que tan solo es cuestión de cantidad. Es el terreno abonado para tejer una democracia perimetral donde el humanitarismo solidario más galopante, nacido en el medroso sobrevivir de la postguerra, confunde deseos con derechos y utopismos con realidades. Siempre habrá una cifra y un tanto por ciento para asfixiar el sentido común. Podemos preguntarnos si un campo de refugiados, tal que el de Calais, es una ofensa a los valores europeos o un desafío a las democracias, a las leyes del gobernar de diario, del que hablaba al principio. Pero hay que recordar que nuestra historia no empieza ese año 1 de la postguerra. Que somos herederos de los fuegos en bosques milenarios. De una potencialidad expasiva tal que el continente posee el mayor censo de faros para guiar a nuestros barcos y gentes al volver de los confines del infierno. Que sin encomendarnos al Diablo decretamos la muerte de Dios. Que lo dejaríamos todo al reclamo de una canción triste brotando en un rincón de un boulevard. Que hay más siglos de historia en nuestra historia, y que en cada uno da miedo mirar. Si seguimos aquí, donde acaso otros pueblos con tal currículum hubiesen desaparecido, quizás, sin saberlo, aplicamos el algoritmo de los músicos de Bremen, tal que el tema de la Atlántida: devenir la historia en historieta, envolverla en formato cuento y grabarla sin acidez en el universal imaginario de los niños que aún somos.

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