Euskal Errepublika
Recuerdo, de la época en que estuve en prisión, que un carcelero me preguntó, en un tono condescendiente, «Pero, ¿para qué queréis vosotros la independencia, si no sois nada?». «¿La independencia?», pensé. ¿Un Estado independiente? ¡Cómo explicarle a un recalcitrante español que los vascos somos un pueblo distinto del suyo, que tenemos identidad, orgullo de ser quienes somos, y deseo de un futuro propio! ¡Cómo hacerle entender, precisamente a alguien como él, que se vanagloria de pertenecer a un imperio que violenta y somete a pueblos como el mío!
Sin embargo, más allá del natural deseo de libertad y vida plena de cualquier persona o colectividad, hay razones evidentes para aspirar a un Estado independiente. De entrada, porque a pesar de un relativo declive en su importancia en el contexto de la globalización (por el ascenso de entes y corporaciones internacionales, fondos financieros...), el Estado sigue siendo el principal sujeto de las relaciones internacionales. Sin Estado, no eres nadie.
De hecho, es el único (o al menos el principal) instrumento de las sociedades capaz de imponer un cierto control a las tendencias desatadas de la mundialización.
En un plano más cercano, interno, a menudo hemos asistido a polémicas entre quienes defendían la urgencia del Estado vasco (Euskal Errepublika) y quienes reclamaban derechos y medidas sociales, concretas, más reales. Pero es un falso debate; quienes ponen las reivindicaciones cotidianas por delante de las nacionales olvidan que es el Estado quien define y reconoce los derechos, quien materializa las libertades de sus ciudadanos. Lo que el Estado no reconoce, a efectos prácticos no existe. Todas las medidas sociales se dan en un contexto de «ciudadanía» que es el Estado quien otorga, legisla, interpreta, garantiza, defiende... Sin Estado propio, tienes los derechos sociales que le convienen a «otro» poder o colectividad, pero no los tuyos; no lo que a ti te puede convenir. Y el ejercicio, ¡cuidado!, a su capricho.
En otro sentido de este mismo principio, y eso lo saben muy bien los sindicatos y organizaciones similares, los conflictos y luchas sociales se resuelven en un marco concreto de relaciones, y ese marco viene delimitado por el territorio y la jurisdicción del Estado, que es quien juzga, sanciona, legisla, arbitra... De nuevo estamos en un terreno de juego que no es el nuestro, y en el que el árbitro es parte interesada (a la contra, por supuesto).
Pero es que, además, entre las razones para pretender un Estado independiente, está la propia naturaleza de este poder, que es quien detenta «el monopolio de la violencia legítima» (Max Weber). Es una de las definiciones clásicas –por discutible que sea–. Del ejercicio de la violencia, y con ese rango de monopolio, sabemos de sobra en esta tierra vasconavarra: torturas, cárceles, guerras, bombardeos, Estados de excepción, fuerzas policiales... Un poco de memoria colectiva nos puede ayudar a valorar este punto. En todo caso, por principio, diríamos que resulta preferible que la legitimidad −y el uso− de la violencia la gestionemos en casa, en nuestro propio terreno nacional, y no que sea un poder ajeno (colonial, en consecuencia) quien, con obvio interés y mala intención, nos administre los azotes.
Desde la perspectiva de la identidad, muy vinculada a nuestra lengua, euskara, hemos de recordar que los Estados tienden a favorecer (cuando no a imponer) la suya. Como explica el kurdo Musa Anter, «si mi lengua sacude los cimientos de tu Estado, eso significa que has erigido tu Estado en mi tierra». No habrá sosiego, ni pleno desarrollo, ni futuro, para una cultura o identidad euskaldun, sin una república vasca.
También, recordemos, hay razones de legitimidad histórica que avalan nuestro proyecto de independencia. Como sabemos, nuestro pueblo dispuso de formas estatales de independencia a lo largo de la historia, primero en el Ducado de Vasconia, y luego en el Reino de Navarra (hasta 1620; y, según algunos historiadores, hasta 1841, con la abolición foral). Euskal Herria ha existido; es real; no es la invención de un profeta de mente calenturienta. Alguien defenderá que el pasado no da derechos, pero incluso con esa dudosa interpretación es evidente que la destrucción de esas entidades políticas se perpetró de modo ilegítimo, violento, por la fuerza. De manera que la sociedad vasconavarra actual debería decidir, en un plebiscito abierto, si acepta el status presente o prefiere recuperar su condición independiente perdida. En la medida en que ese plebiscito no se ha realizado nunca, la violencia original se transmite en los hechos y perdura la ilegitimidad del dominio colonial (como se ha admitido en los procesos de descolonización del todo el mundo) sobre nuestra tierra vasca.
Pero también nos asisten argumentos de índole sociológica, en la medida en que una nación, ese artefacto de convivencia diaria, como diría Renan, «es un plebiscito cotidiano».
En efecto, la nación en que vivimos, convivimos y construimos un futuro no es un objeto acabado. Cerrado. Rubricado y para siempre. Por el contrario, una nación es un proceso, un constructo, un producto cambiante que hacemos entre todos día a día. Y en esa construcción nacional, el Estado es el principal instrumento. El Estado tiene los recursos, la posición, financiación, leyes, universidades, poder... para construir esa forma societaria que llamamos nación. Y si no tenemos Estado, el que se nos ponga encima, sea español o francés, hará de su capa un sayo; hará nación a su capricho; a la contra, por supuesto. A la contra de nuestro lugar en el mundo, nuestra cultura, derechos, deseos, intereses y necesidades. Porque al impulsar «otro» modelo nacional, será hostil al nuestro.
Y suma y sigue. Argumentos y razones para la independencia, a mares. Aunque quizás, para responder al carcelero, lo que el cuerpo me pedía era: «¿para qué la independencia? ¿Y tú me lo preguntas? Para perderte de vista. ¡P...a España!».