Antonio Alvarez-Solís
Periodista

Fe y engaño

O sea, que yo puedo seguir mi camino si percibo que hay «sana» voluntad de mentirme –ya me defenderé yo–, pero me expulsan de la convivencia si desconsideradamente me engañan

Esto que sigue es lo único que no debiera haber sido dicho por el rey de España: «Este virus no nos vencerá. Nos va a hacer más fuertes como sociedad. Una sociedad más comprometida, más solidaria, más unida; en pie ante cualquier adversidad». Oro falso en un marco de hojalata, porque nuestra sociedad es un desecho de inmoralidades.

Las intensas o profundas conmociones sociales que martirizan a nuestro tiempo –hoy la pandemia que ha desnudado todos nuestros infortunios– conducen a la sociedad a una radical y amarga constatación de sí misma como ser consumido por mil inocultables y dramáticos desconciertos. Los poderes encargados de generar existencia noble en esa sociedad han dejado al descubierto su incapacidad para proceder de forma democrática. ¿Dónde está la libertad, dónde la igualdad, dónde la fraternidad? El despotismo, que ha tornado el orden en pura ordenanza, se muestra desnudo y agrio en el marco de la trágica circunstancia presente. Ese poder hasta ahora quintaesenciado de vanidades es incapaz de afrontar los hechos serenamente y ha desconcertado, tras empobrecerlo, el entramado institucional, la respetuosa comunicación. Ese poder que funcionaba, aunque de modo escaso, como una conferida capacidad de creación social –aclaremos: como molde de vida nueva donde sucede «lo que es o debe ser» en cada momento– se ha esfumado como «deus ex machina». El resultado es una dictadura en que reaparecen los monstruos. Y en ello estamos. Quien no haya entendido bien lo acontecido está destinado a nuevos males. La fe en la libertad y la democracia –y sigo ahora, de alguna manera, a Xavier Zubiri– pervive solo en la persona que cree esforzadamente en otra realidad posible, con la que a veces tropieza sin buscarla. En la situación presente «el» hombre deja de ser creadoramente colectivo para ser solo «este» hombre; no es «la» persona multiesencial sino «esta» persona. La fe que edifica la razón deja de constituir una esencia común para tornarse «certeza» lábil del individuo circunstancial. «Ciertamente –dice Zubiri– la fe es «la misma» como mecánica teórica, pero ya no es «lo mismo» como sustancia genérica.

Perdóneme el lector este deliquio verbal, pero como decía Sócrates «la filosofía consiste en la búsqueda de la verdad como medida de lo que el hombre ha de hacer y como norma de su conducta». Ante esta exigencia el gobernante ha de proceder con una retórica ceñida y elegante y prudencia en el mandato.

Ante la actual situación Zubiri ensaya un juego de significaciones muy sugestivo en torno a la «voluntad de verdad», que no consiste meramente en moverse dentro del ámbito de lo verdadero como certeza, sino en proponer algo «que sea de veras», pues el hombre puede tener voluntad de mentir –la política–, pero esa voluntad se transforma entonces en una especie de veracidad (aunque tuerta) como opuesta a «engañosidad», que es trampa infame que empuja al ser humano a ofenderse con ira. O sea, que yo puedo seguir mi camino si percibo que hay «sana» voluntad de mentirme –ya me defenderé yo–, pero me expulsan de la convivencia si desconsideradamente me engañan. Y esto es lo que hacen en esta hora nuestros ínclitos dirigentes, muy al contrario del proceder del coronavirus, que miente con su pequeñez y mata, pero no engaña.

Como no puedo salir de casa por miedo a tanto guardia y tanta multa me he dedicado a pensar, repito, en esta situación tan explosiva más por el «clamor de eficacia» con que se pavonea la autoridad que por los virus en sí mismos. Uno está de siempre asabentado sobre la muerte, pero no acaba de acostumbrarse a los «patrióticos engaños» o engañosidad del gobernante, que también mata. A mí me complacería, de morir en estos momentos, que me llevaran al campo santo con respeto, no encogido por el rigor engañoso de la autocracia. Quiero morir democráticamente y dejarlo en herencia.

A este respecto recuerdo al inmenso director cinematográfico aragonés Luis Buñuel, que cuando se vio afectado por la sordera total que le aislaba del mundo daba golpes con la contera del bastón contra el suelo enmaderado de su casa mejicana para comprobar si su invalidez acústica aún tenía algún remedio. Una vez y otra la prueba para engañarse acababa siempre con una frase ingenuamente elegante: «¡Que jodidico estás, Buñuel!». Y así se fue al otro mundo, mintiéndose, pero sin engañarse con los discursos de Franco, el gran coronavirus de la historia contemporánea de España.

Pues eso es lo que pretendo para mí ya sordo, medio ciego e incapaz de sostenimiento: irme a la gloria bendita sin que me aturulle el Sr. Sánchez con eso de «¡No hay ideologías políticas ni territorios frente al virus. Debemos ser el gran país que somos, con el Gobierno de España liderando el conjunto de las administraciones». ¿Es ese el ideal? ¿Una dictadura sorda, inculta y áspera, si es que hay dictaduras carentes de estas tres infaustas notas? ¡No! Yo poseo ideología ordenada por mi intelección de la realidad; en mi subconsciente opera la etnicidad que me transmitió un territorio que dicta mi estética vivencial, entre otras singularidades. Si me alcanza el virus me iré tierra adentro cantando el himno a la Virgen de Montserrat –«Rosa de abril,/ morena de la serra»– o rezando el Padrenuestro en euskera –gure Aita, zeruetan zerana–, pues soy nacionalista, me orienta mi bandera, detesto la globalización estabuladora y no bajo la cabeza ante la pretenciosa grey que usted, Sr. Sánchez, con su monarca al frente, ha reunido en la finca de la Moncloa para culminar a la postre en el desastre presente, que usted trata de revertir no con mentira política sino con «engañosidad» moral. Afirmado ya mi pie puedo dar fe de mi voluntad de colaboración como ciudadano ante la pandemia que sufrimos, pero esa colaboración se resume en un puro plan sanitario que no asfixie en mí la personalidad política y moral, como sucede con el suyo. Un plan que carece de muchas cosas –nada tan oscuro como el babilónico poder farmacéutico– y, le sobran otras tantas, como el engaño sobre la soberanía. Entre lo que me sobra está su lenguaje, Sr. presidente. Miéntanos, pero no nos engañe.

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