Iñaki Egaña
Historiador

Grazi

Este nuestro país tiene un acervo colectivo indudable. Pero ese caudal acumulado por los senderos de la épica se compone de pequeños trazos humanos, esa especie de nuestro entorno que, con impulsos, alcanzó la madurez evolutiva en medio de una naturaleza dicen que agreste. Para nuestros antecesores no lo fue tanto, sin embargo. Quizás, en cambio, para esos viajeros, algunos incluso enemigos, que la dibujaron con una fisonomía imaginaria.

Pintamos nuestras cuevas, arreglamos veredas para comunicar los valles, desarrollamos una lengua con escasos adjetivos y el verbo al final de la frase, otorgamos nombres admirables a las mariposas, acogimos amigablemente entre fuegos a los forasteros, surcamos los mares persiguiendo ballenas, compusimos poemas repentinos lanzados al viento, fabulamos los personajes de los bosques con nombres fantásticos y, ya en época reciente, encogimos el espacio con minas, cemento, chimeneas y asfalto. Todo ello con una pócima indescriptible que nos trajo hasta el presente sin apenas percibirlo. Lo arcaico y lo moderno se mezclan en un magma que aún sorprende. El irrintzi y el reggeaton, el aurresku y el hip hop, la mano de Irulegi y el bosón de Higgs.

Hemos interpretado la cultura con mixturas, con una tendencia, quizás innata desde aquella txirula paleolítica de Isturitz, cargando de musicalidad cualquier actividad cotidiana y, sobre todo, el recuerdo de nuestro pasado, atrapado entre bertsos y colmando de ritmos que definían selvas, ríos y cañadas. No conozco otra comunidad que haya entonado tanto a su territorio, a la nostalgia de la lejanía. Porque, como escribió Voltaire hace ya cerca de 250 años, somos un pueblo que canta y baila a ambos lados del Pirineo.

La nobleza de este país (o quizás debería decir la grandeza, por eso de las dobles interpretaciones del vocablo), reside en la fidelidad y la modestia de sus protagonistas. Es cierto que la actualidad y las redes sociales nos han sustraído del carril anónimo. Los minutos de gloria, la visualización instantánea, adquieren dimensión, aunque sea efímera. Porque complace a los más pasivos. No parece, a pesar, que nos haya desdibujado nuestra trayectoria.

Esos hombres y mujeres de los que, en el mejor de los casos, hemos conocido por una referencia vidriosa, han pasado a completar la mochila de nuestro patrimonio y siguen siendo un tesoro apenas valorado. Dicen que es parte del ADN vasco. Hacer país desde el silencio.

Hace unas semanas, por ejemplo, se nos fue una pareja de estas sigilosas. Sobre todo, ella. De Salu sabíamos su prisión hasta 2015 y la canallada de su juicio y encarcelamiento. De ella, Maite, como tantas otras, su lealtad para visitarle. Con su permiso, ahora que vuelan por lugares insospechados, me permitiré añadir que Salu y Maite fueron encarcelados en Alcalá y Yeserías en 1973, acusados de tener relación con el comando de mató al Ogro, Carrero Blanco, por aquellas fechas.

De la trayectoria de Grazi Etxebehere se podrían extraer crónicas abundantes. Pero su discreción y lealtad fueron, como en tantos otros casos, seña de identidad. Su pareja había muerto en una emboscada policial en 1986, y ahora, al biografiar su trayectoria, el hecho ha pasado desapercibido. Por desconocido. Una muesca más en eso que nos ha salvado como comunidad tantas veces. Creo que fue frase del greco-turco Diógenes hace nada menos que 2.500 años: «el movimiento se demuestra andando». Félix Likiniano lo renovó en tiempos de aquella generación de oro.

Grazi se nos ha ido. Cuando concluye la vida de los amigos, nos invade la tristeza. El cancionero vasco está completado con canciones de duelo. Somos ese pueblo acunado entre nieblas, también cercado por las olas y el mar expandido. Aun así, cuando las semillas para el relevo han sido sembradas, dibujamos una pequeña sonrisa en nuestros labios. Como si fuera una radiante salida de nuestra estrella, el Sol. Grazi ha sido una plantadora de semillas.

Por eso, su huida, relativa si seguimos las fórmulas de Einstein, ha sido provisional. Su sombra nos cubrirá para el mañana y su brillo se reflejará en cualquier de esos mundos, reales o ficticios, que nos presenta el multiverso. Etxamendi eta Larralde recitaban con sentimiento: «Nun dira ene lagunak, enekin ziradianak. Norat iruanak? Geure lanaren onetan, ginduelakotz gogotan, ari ginela holetan Iraultza egiten Eskual-Herrietan». Bertolt Brecht nos dejó un poema precioso, para el futuro precisamente: «Hay quienes luchan muchos años y son muy buenos. Pero hay los que luchan toda la vida: esos son los imprescindibles».

En estas ocasiones, la letra de Jon Maia de "Non geratzen denbora", nos atrapa explícitamente: «Gure baitango lurraldetan, non geratzen denbora. Non ez dago arnas biderik». A Grazi se le encalló el tiempo entre las faldas del Baigura y las orillas del Errobi. Las raíces de la montaña y el fluir del río, sin embargo, nos mantienen el eco de su presencia. Nunca nos vamos para siempre.

¿Qué decir a quienes no conocieron a Grazi? ¿Qué contarles? Un camino próspero no se puede resumir, de ninguna de las maneras. Pero al estilo de nuestros días, le podríamos poner algunos títulos. Herriko alaba, Ortzaize, y Herriarena, Euskal Herria. Es decir, euskalduna y, en consecuencia, euskaltzale. Se puede decir también, que fue parte de una gran y extensa familia. Un tronco impetuoso en la selva de nuestros antepasados. Y ello le llevó a ser esku zabala.

Partícipe y protagonista en muchas luchas. Así fue y así es Grazi. Hasta su último aliento. Grazi nos desbrozó y nos enseñó el camino, desde abajo, con humildad. Un camino lleno de rosas y espinas. Por el mismo camino que transitaron anteriormente nuestros antepasados. El mismo que pisarán nuestros sucesores. Gracias a ello, un día indefinido, nos encontraremos. En el territorio apacible de nuestros sueños. Y cuando los sueños se completen, ahí le distinguiremos a Grazi, con su sonrisa de siempre. Porque en el silencio, también sabemos reconocer a los nuestros.

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