Alexandra Ainz
Dra. en Sociología y Profesora de la Universidad de Almería

“Hay que ir a bailar allí donde admiren tu danza”

La cuestión, paradójicamente, es que ese fluir, esas readaptaciones continuas junto con una falta de referentes a los que asirnos en todos y cada uno de los terrenos que envuelven al ser, nos hace caer a veces en un profundo vacío.

Lo que precede a estas líneas se trata de un proverbio de la etnia Dan, de Liberia, Esto es algo que les digo en muchas ocasiones a muchas personas con las que convivo a diario, mayoritariamente a mis alumnos, cuando me manifiestan su dolencia por «no encajar en el mundo». Podíamos llamar a esa desazón provisionalmente y ya que el trazo de estas letras comienza con literatura: la insoportable levedad del ser, cogiendo como referente a Milan Kundera. Zygmunt Bauman también relata lo que envuelve a este fenómeno, mucho mejor y más bonito que yo: vivimos en un mundo líquido nos dice, donde las certezas y los compromisos –casi de cualquier tipo– se apagaron hace tiempo. Caducaron. En nuestros tiempos: nuestra palabra en general y «la palabra» en particular, vale poco, no es aval de nada y lo mismo pasa, cómo no, con las lealtades; reliquias absurdas que pertenecen a un pasado con olor a rancio. Somos modernos y como hijos de la modernidad: fluimos, nos adaptamos, readaptamos y nos volvemos a adaptar a los distintos moldes y recipientes que se nos presentan. A veces no es voluntario, gran parte de las ocasiones es simple y llanamente: supervivencia. No justifico ese «plegarse a» y menos aún ese «plegarse a… caiga quien caiga» pero sí entiendo que el miedo, en ocasiones, es muy complicado de gestionar y cuando se vuelve rector de nuestras vidas, poca cosa se atreve uno a hacer dado que pierde el timón volviéndose pieza de engranaje. El capitalismo y su (des)estructura moral tampoco ayudan demasiado. La cuestión, paradójicamente, es que ese fluir, esas readaptaciones continuas junto con una falta de referentes a los que asirnos en todos y cada uno de los terrenos que envuelven al ser, nos hace caer a veces en un profundo vacío. Durkheim, lo llamaba anomia. Me atrevería a decir que gran parte de las personas pensantes y sintientes que conozco han pasado por ese estadío, por ese momento-vivencia: «nada tiene sentido». De hecho, hay quien se perpetúa en ese instante de descubrimiento. La lucidez es el único vicio que hace al hombre libre, decía Cioran, libre en un desierto, remataba. Pero no hay que recaer, no hay que olvidar que cuando miramos al abismo, el mismo, nos desafía con su mirada y probablemente observándolo tengamos más que perder que «el todo» o «la nada» inherente a ese concepto. Contamos, sin embargo, con antídotos y con bálsamos de Fierabrás y, aunque no sean necesariamente soluciones, airean y alegran la existencia imponiéndose, del modo que pueden, ante el nihilismo feroz que azota nuestro tiempo. Los abrazos que surgen de lo más profundo del ser, suelen ser una de esas soluciones provisionales reales, factibles y eficaces: los momentos con personas valiosas, puede ser la otra. El sosiego y las endorfinas que segrega estar con personas que quieren, respetan e incluso admiran tu danza y a las que a su vez, tú quieres, admiras y respetas en su baile, es en muchas ocasiones la resistencia a este mundo que no sólo ha perdido las formas, sino que también, ha dejado por el camino, lo más valioso: el indescriptible e intangible sentido del ser y, por supuesto, del estar y el existir.

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