Iñaki Egaña
Historiador

Jornada de reflexión

El protocolo de las elecciones en el Estado español marca una víspera dedicada a la reflexión sobre el voto a emitir. Ya desde hace años, la visita a las urnas se hace en domingo, con lo que la jornada consagrada al recogimiento y la meditación cae en sábado, oportunidad dedicada habitualmente al deporte infantil, compras semanales, salidas montañeras o reunión con la cuadrilla. Poco a meditar en estas circunstancias. Pero las normas –está supuestamente prohibida la propaganda electoral– son las marcadas en aquella Transición de traca.

El inicio de la carrera municipalista moderna comenzó un martes, tres de abril de 1979, con las primeras elecciones locales en Euskal Herria después de las anteriores celebradas el 12 del mismo mes, pero de 1931, aquellas únicamente para hombres mayores de 21 años (hubo algunas, como en Hernani, celebradas el 12 de mayo de 1933). Las de 1931 fueron las que dieron lugar a la Segunda República española con Eibar de avanzadilla y la huida del Borbón-Bribón, de Cartagena a Marsella, dejando a esposa e hijos en Madrid. Recuerdos cercanos con las andanzas de su nieto.

Entre las de 1931 y las de 1979 sucedió una eternidad. Una dictadura sangrienta, blanqueada por sus sucesores. Varias décadas, al igual que entre las de 1979 y las de mañana, 2023. Las del inicio de la Transición quedaron marcadas y en cierta medida tapadas por la explosión, en esa fecha, de la central nuclear de Harrisburg, en Pensilvania, EEUU. La cercanía en la costa vasca de los proyectos nucleares patrocinados por el tándem Iberduero-PNV nos hicieron temblar. La campaña contra la de Lemoiz estaba en pleno auge y, afortunadamente, unos años después, el complejo energético cayó al baúl de las victorias populares. No hubo Lemoiz nuclear. Y tampoco, como auguraba Xabier Arzalluz, entonces gerente del PNV, caímos en el monocultivo culinario con las berzas como único alimento.

Esos días, asimismo, dimitieron los alcaldes, dirigidos por José Luis Elkoro, el de Bergara, que habían propiciado el cambio y habían participado en la negociación de temas candentes como el de la salida de los presos políticos vascos, la legalización de la ikurriña o el trasvase municipal. Los partidos independentistas estaban prohibidos, así que el soberanismo se presentó en numerosas candidaturas populares y en la recién creada Herri Batasuna, ilegalizada y disuelta por el Supremo español 24 años más tarde, en 2003. A pesar de las matizaciones y trabas a un relato objetivo, es difícil entender los avances de nuestro país sin Herri Batasuna, sin el Movimiento de Alcaldes, sin la organización popular por la salida de los presos o contra las centrales nucleares.

Este contexto nuestro, tan vilipendiado desde Madrid, está repleto de tragedias, es cierto, pero también de emociones, de pequeñas y grandes victorias y, sobre todo, de un sentimiento extraordinario de solidaridad, compañerismo y fidelidad a la causa nacional y social. Pocos ejemplos recuerdo en Europa de la misma magnitud. Conmueve recuperar aquellas palabras para la campaña de las elecciones locales de 1979 de Iñaki Sarasketa, compañero del ejecutado Txabi Etxebarrieta, mito primigenio de la izquierda abertzale: «Herri Batasuna, ETA y cualquiera que se oponga a la burguesía centralista, pueden cometer todos los errores del mundo, pero jamás se les ha podido, ni se les pondrá, hacer responsables, de los problemas que se deriven de la opresión nacional».

En aquellas elecciones locales de 1979, a las que por cierto la extrema derecha de Unión Nacional de Blas Piñar pidió en Euskal Herria la abstención. se eligieron 4.419 concejales. Los mimbres del país. Hoy, los elegidos serán 4.633, de ellos cerca de un tercio, 2002, en Nafarroa Garaia. Como si el tiempo entre 1931 y 2023 se hubiera congelado, en las elecciones locales de 1979, aparecieron numerosos pasquines en los cuarteles de la Guardia Civil en los que se animaba a boicotear a las mercancías de Vascongadas: «No hay que prestar energía, mano de obra o comprar productos vascos, a la vista de los desprecios que hacen al resto de los españoles». En estos tiempos líquidos, sin embargo, la petición de la salida de las fuerzas policiales y Ejército de Euskal Herria, el «Que se vayan» histórico, entonces abanderado de PNV y Euskadiko Ezkerra, es considerado un delito de odio.

Eran otros tiempos, se suele afirmar. Pero el bucle sigue ahí. Un defenestrado lehendakari navarro, Juan Cruz Allí, lanzó en la campaña de las municipales de 1991, una frase que aún hoy es discutida: «En una democracia existen métodos participativos que garantizan a todos los ciudadanos manifestar su opinión». Bueno, que pregunten a los vecinos de Igeldo en Donostia, a los catalanes que fueron apaleados el primero de octubre de 2017 por ir a votar, o a esos expresos que, como en numerosas consultas electorales, se presentaron entonces en listas municipalistas (PSOE, HB, EE, PP y PNV) sin problemas. Hacerlo hoy en las de EH Bildu es diferente.

Dicen que el tiempo es la cuarta dimensión, otros que no existe y que es una invención humana. Pero sin su existencia estaríamos estáticos, en un mundo inerte. Gracias al tiempo, nos movemos inexorablemente hacia el futuro. Únicamente hacia el futuro. La teoría cuántica de la retrocausalidad, (el futuro puede influir en el pasado), es eso, una teoría, sin suelo empírico.
Ese futuro está marcado para el universo, para nuestro planeta, para Euskal Herria y sus gentes. El pasado es únicamente una acumulación de recuerdos, una experiencia que nos prepara para lo que viene. Y en esa certeza, no me deja de sorprender la aseveración casi perpetua que realiza la izquierda abertzale en vísperas de los retos electorales: «lo que nos jugamos». Todas las consultas parecen marcar un antes y un después. Todas importantes, pero no olvidemos, también parte de un proceso. Las coyunturas marcan, inevitablemente, pero aquella de 1987 trajo un eslogan aún compartido: «Hay que darles donde más les duele».

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