Sabino Cuadra Lasarte
Abogado

Juan Carlos I y Felipe VI: de tal palo...

El dinero fue a una fundación panameña con cuenta secreta en Suiza, de la que, mira tú por dónde, Felipe VI era segundo beneficiario.

Once de junio de 2014. Congreso de los Diputados. El murmurreo habitual previo a las sesiones ha subido notablemente de tono. Un morbo mediático inusual acompaña la entrada de sus señorías. Los espacios reservados a los fotógrafos están abarrotados. No es para menos. El orden del día tiene un único punto: la abdicación de Juan Carlos I.

En nombre de nuestro grupo, Amaiur, me tocó intervenir para hacer hincapié en que la democracia era incompatible con la monarquía, mucho más aún si la legitimidad de ésta nacía del genocida Franco. Pedimos auditar la fortuna real y denunciamos su amistad con las satrapías misóginas del Golfo Pérsico. Citamos a Bertold Brecht: «Tuvimos muchos señores, tuvimos hienas y tigres, tuvimos águilas y cerdos. Y a todos alimentamos. Mejores o peores era lo mismo: la bota que nos pisa es siempre la misma bota. Ya comprendéis lo que quiero decir: no cambiar de señores, sino no tener ninguno». Y añadimos de nuestra propia cosecha: «no cambiar de reyes, sino no tener ninguno: ni el padre, ni el hijo, ni el espíritu de Franco que anida en los dos». Finalmente denunciamos la farsa de aquella sesión y la de la que le daría continuidad, pues la baraja estaba trucada: solo tenía reyes. Así que, tras gritar «Gora euskal errepublika!», abandonamos el hemiciclo. Oímos de todo. Y cuando digo de todo, es que fue de todo. Algunas señorías dejaron a los arrieros al nivel de las monjitas.

Una semana después, 19 de junio de 2014, se realizó una sesión conjunta del Congreso y el Senado. El acto rebosó pompa y boato. También morbo regio. Había que rellenar el vacío monárquico-existencial creado. El presidente de la Cámara, Jesús Posada, inauguró con voz grave la sesión. El orden del día también fue único: «Proclamación como Rey de España de Su Majestad Don Felipe VI de Borbón».

Tras jurar el cargo, Felipe VI pronunció un discurso en el que, entre otras cosas, afirmó que «la Corona debe velar por la dignidad de la institución, preservar su prestigio y observar una conducta íntegra, honesta y trasparente... Hoy más que nunca, los ciudadanos demandan con toda la razón que los principios morales y éticos inspiren y la ejemplaridad presida nuestra vida pública. Y el Rey, a la cabeza del Estado, tiene que ser no solo un referente sino también un servidor de esa justa y legítima exigencia». En el hemiciclo, cientos de señorías aplaudieron ostentosamente.

A decir verdad, aquel discurso real no merecía tanto aspaviento. Su contenido fue poco más que un corta y pega del común denominador de los sermones navideños, soflamas por la pascua militar y bienquedadas diplomáticas a las que su padre nos tenía acostumbrados. Eso sí, aderezado todo ello de tono serio y careto de circunstancias. Había que aparentar que realmente se creía en lo que se estaba diciendo.

De Juan Carlos I no es que esté todo dicho, ni mucho menos, pero sí lo suficiente: hipócrita, autoritario, bragueta alegre, corrupto... En manos de una persona de esa calaña pusieron durante la Transición la Jefatura del Estado y del Ejército. No solo eso, sino que, además, le hicieron la ola y rieron las gracias. Hasta que la cosa no dio más de sí y tuvo que abdicar. Felipe VI entró así en escena repitiendo viejos clichés: formación militar, buen mozo, fragatero, buen lector de discursos... Los que ayer aplaudieron a su padre vitorearon ahora al hijo y alabaron lo profundo de sus mensajes. El día de la marmota II.

Por arriba (Juan Carlos I), por abajo (Iñaki Urdangarín) y los costados (su hermana Cristina, su tía Pilar, su tía abuela Alicia y distintos borbones más, Carlos, Alvaro, Pedro..), los entornos familiares de Felipe VI han rezumado corrupción, prevaricación y blanqueo de capitales a espuertas: empresas domiciliadas en Panamá, caso Nóos, depósitos en bancos suizos blanqueadores de todo lo que les eches, etc. Lo último de la saga ha sido saber que la fiscalía suiza investiga a Juan Carlos I por un delito de cohecho. La cosa va de que se llevó cien millones de euros por favorecer la adjudicación de la obra del AVE en Arabia Saudí a varias empresas españolas. El dinero fue a una fundación panameña con cuenta secreta en Suiza, de la que, mira tú por dónde, Felipe VI era segundo beneficiario. El monarca sabía de eso desde hace un año, pero hasta hoy se había hecho el longuis.

Aireado mediáticamente el pringue real, Felipe VI no ha podido menos que salir a hablar del tema, pero ha hecho trampas con las cartas. Poniendo de nuevo gesto serio y careto de circunstancias ha dicho que renuncia a la herencia paterna. Luego, catedráticos varios de Derecho han afirmado que iba de farol, pues esa renuncia carece de viabilidad legal alguna. El rey ha añadido también que va a eliminar la asignación presupuestaria de su padre, unos 195.000 euros al año, cantidad ésta que, a pesar de su absolutamente injustificado fundamento, no es sino el chocolate del loro para una persona que, vaya usted a saber cómo, ha amasado bajo su reinado un patrimonio de dos mil millones.

Alguien podría decir que no soy parcial en el análisis de todos estos hechos; que soy un prejuiciado. Pues sí, lo soy. Cuando una persona goza de inmunidad constitucional y gracias a ella no puede ser investigado ni juzgado por la comisión de ningún tipo de delito, la obligación de cualquiera con un mínimo sentido común es no creer ni una palabra de lo que dice. Mucho más aún cuando se trate de asuntos pecuniarios. Sacar pechito a sabiendas que se tienen las espaldas cubiertas, no es de recibo. Para tener algo de credibilidad, Felipe VI debería exigir la derogación del artículo 56-3 de la Constitución, ése que consagra su inviolabilidad e irresponsabilidad ante la Justicia. Y, por supuesto, si quiere renunciar a herencias ilegítimas, que no olvide que su propio trono tiene ese carácter. Que se vaya al exilio, como su tío Constantino, ex rey de Grecia, a quien el pueblo griego le mandó a paseo tras hacerse un referéndum al respecto.

Lo dicho: ni el padre, ni el hijo, ni el espíritu de Franco que anida en los dos.

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