Oskar Fernandez Garcia
Licenciado en Filosofía y Ciencias de la Educación

La abominable intolerancia del Estado español

Un Estado que concibió las autonomías como simples regiones de esa España «Una, grande, libre e indivisible», que hundía sus raíces de pensamiento en la intransigencia e intolerancia; en el desprecio del diferente; en la persecución del infiel y del hereje; en el tormento contra el libre pensamiento; en el dominio absoluto, explotación, sometimiento y genocidio de los aborígenes del llamado nuevo mundo; en el rechazo visceral del Siglo de las Luces y de la Razón.

La brutalidad, la crueldad y la inhumana violencia, desmedida y absolutamente desproporcionada, contra la población civil catalana –por parte de los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado español– ha generado una iconografía del terror y de la barbarie más propia de oscuros y desoladores tiempos pretéritos que de un supuesto estado de derecho del S. XXI.
El 1 de octubre ha dejado unos relatos, unos testimonios y unas imágenes fijas y en movimiento estremecedoras y escalofriantes en las retinas de millones de personas, tanto europeas como de otros continentes.

El trato brutal, humillante, vejatorio y bárbaro cometido contra una población pacífica, inerme, en actitud de absoluta normalidad cívica, en un ambiente festivo y alegre –cuyo único objetivo, inalienable e insoslayable, consistía en expresar mediante papeletas y urnas su derecho, consuetudinario, inherente y consustancial al ser humano, a exponer libremente su voluntad, deseo y opinión respecto a cómo organizarse en el contexto internacional– supuso retroceder a épocas inquisitoriales, en las que el respeto, la tolerancia, la mesura hacia los súbditos y a su integridad física y a sus propias vidas eran valores prácticamente inexistentes.

El dantesco, aterrador, triste y desolador espectáculo de personas maltratadas, arrojadas escaleras abajo, golpeadas, pisoteadas, pateadas, aporreadas, empujadas violentamente, agredidas física y psicológicamente, constreñidas, atemorizadas y aterrorizadas por unos cuerpos uniformados, armados y embutidos en un conjunto de pertrechos de cabeza a pies, que, sin lugar a ningún tipo de duda, era más propio para entablar una batalla campal contra un descomunal enemigo, que para tratar de disuadir o impedir que ciudadanas y ciudadanos pacíficos con una papeleta en la mano lograsen introducirla en una urna.

Observar como de manera salvaje e inmisericorde un pueblo era bestialmente apaleado –por el mero hecho de querer materializar derechos básicos y fundamentales del ser humano como son: el derecho de reunión y expresión, reconocidos internacionalmente– originaba un caudal de abominables imágenes que remitían directamente a otros contextos históricos y a otras latitudes, como por ejemplo a la India en la primera mitad del S. XIX, cuando comenzó un proceso revolucionario de emancipación del mayor imperio colonialista que haya existido en el planeta tierra.

Gran Bretaña desató todo su poder aterrador contra el pueblo indio, desde increíbles y dantescas actuaciones, como la masacre ocurrida en 1919 en la ciudad de Amritsar, donde soldados, del ejército indio británico, ametrallaron a una multitud de miles de hombres, mujeres y niños, reunidos para el festival de año nuevo, hasta crueles, bestiales y bárbaros apaleamientos que estremecieron las retinas de todas las personas que pudieron contemplar la extraordinaria película de Richard Attenborough "Gandhi".

La violencia explosiva, irracional e inhumana desatada contra todo un pueblo fue en vano. La India lograba su anhelada y esperada independencia de la cruel metrópoli en 1947.

El terror que asoló y arrasó la faz de Catalunya ha dejado escrito –con trazos de sangre y odio– en los anales de la historia hasta dónde es capaz de llegar un Estado absolutamente deslegitimado; heredero directo de un brutal y fascista golpe de Estado, contra la II República, y del consiguiente periodo de cuatro negras, terribles y desoladoras décadas de dictadura. 
Un Estado que enarbola su constitución de 1978, contra los legítimos y básicos derechos del pueblo catalán, como si se tratase de un texto universal, infalible, axiomático, paradigmático en el contexto internacional e intachable e irreprochable; cuando la realidad es diametralmente opuesta. Fue concebido y redactado en un contexto absolutamente ajeno a cualquier principio democrático, ya que sociológicamente el franquismo era, lógicamente, apabullantemente mayoritario.

Un Estado que concibió las autonomías como simples regiones de esa España «Una, grande, libre e indivisible», que hundía sus raíces de pensamiento en la intransigencia e intolerancia; en el desprecio del diferente; en la persecución del infiel y del hereje; en el tormento contra el libre pensamiento; en el dominio absoluto, explotación, sometimiento y genocidio de los aborígenes del llamado nuevo mundo; en el rechazo visceral del Siglo de las Luces y de la Razón. En fin, un Estado anclado y varado en épocas desoladoras de cruces inquisitoriales, de persecuciones y ejecuciones públicas y de imperialismo devastador.

El 1 de octubre ha hecho patente y evidente la inmensa y descomunal mentira del estado de las autonomías, ya que éstas, en el momento que manifiestan una clara y libre determinación por ser realmente autónomas, pierden inmediatamente toda su capacidad legislativa, ejecutiva y judicial; quedando inermes, rotas, destartaladas y sometidas a la férrea, inflexible e inhumana legislación de la aborrecible metrópoli.

El caso catalán ha sido paradigmático: a pesar de tener sus propios cuerpos de seguridad: los Mossos d'Esquadra, cuyo cometido fundamental y básico es preservar la integridad física de la ciudadanía, fue incapaz de evitar las cientos y cientos de lesiones que produjo la brutal embestida del poder centralista del Estado opresor; el legítimo Gobierno de Catalunya ha sido intervenido, perseguido judicialmente tanto por la «Audiencia Nacional» –heredera directa de un tribunal de infaustos recuerdos, el «TOP», una institución franquista destinada a aniquilar la resistencia contra el fascismo –como por el Tribunal Constitucional y por todo el aparato jurídico, político, administrativo, económico y mediático de un Estado que ha utilizado la mentira, la fuerza bruta, la ignominia, la ignorancia, el silencio complice y la inestimable ayuda de los abyectos medios de comunicación jacobinos y ultraespañolistas para intentar someter una vez más al pueblo catalán a sus reales designios.

Toda esta concatenación de vulneración de derechos fundamentales, tanto de personas como de entidades y de sus instituciones, indefectiblemente habrá llevado a ese pueblo encomiable a la constatación empírica y objetiva del fracaso absoluto de las autonomías, y que la única solución viable para alcanzar sus inalienables derechos individuales y colectivos, pasa por convertirse en un estado soberano, libre e independiente.

Por esos lares del sur de Euskal Herria, durante lustros y décadas, como si se tratase de un mantra universal y de una verdad axiomática, se repitió hasta la saciedad que en ausencia de violencia todo era posible. Los encargados del mesiánico mensaje eran los cuadros dirigentes del partido jeltzale y su máximo exponente –durante varias legislaturas y prácticamente durante tres lustros– el Sr. José Antonio Ardanza, que ante cualquier oportunidad recitaba el consabido eslogan y huía indefectiblemente de cualquier trato, posición o acuerdo con los estigmatizados como violentos: la izquierda abertzale.

La cantinela continúo durante el S. XXI, ya que semejante posición siempre le ha dado buenos réditos electorales al PNV. En el Alderdi Eguna del 2014 aún mantenían como idea motriz para la consecución del fallido «nuevo estatus político para Euskadi» que «sin violencia de por medio, hoy todo es posible».

Ni se han sonrojado ni alterado, lo más mínimo, ante la brutal respuesta de un Estado totalitario, imperialista y de ideología completamente neocolonialista con el que tienen establecido sólidos vínculos recíprocos, que causan bochorno, repulsa y estupefacción.

¿Cómo justificará el Sr. Iñigo urkullu y los cuadros dirigentes jeltzales, ante sus militantes, simpatizantes, seguidores, votantes y la ciudadanía de esa comunidad, que no hayan sido capaces de romper inmediatamente todos los lazos que les unen con ese gobierno corrupto y tiránico, y que continúen firmes y empecinados manteniendo los acuerdos establecidos, teniendo en cuenta que hasta ahora era absolutamente impensable e inadmisible realizar cualquier tipo de acuerdo, pacto o compromiso con quien hiciese uso de la violencia con fines políticos?

¿Tal vez se encuentren reconfortados y a gusto sintiéndose sometidos a los caprichos del país más totalitario, intransigente e impresentable de la Unión Europea, o tal vez exista algo más arcano… una simbiosis imposible de esclarecer?

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