Iñaki Egaña
Historiador

La agenda oculta

Los seis agentes de seguridad que componían el grupo denominado «Zancudo» despertaron de su tediosa tarea, después de que, en las últimas semanas, recibieran en sus teléfonos varios SMS encriptados animándolos a activar algunas diligencias en su vigilancia. Desconocían con exactitud la procedencia de los mensajes, pero el origen era el mismo que cuando fueron destinados a tres cámaras acorazadas en un sótano capitalino, ya hace cinco años, antes de la pandemia. Supieron por intuición que no eran las únicas cámaras y, en esas hermandades sindicales a las que asistían cuando tocaba, escucharon de otros compañeros que realizaban sus mismas labores. Había más, al margen de las tres que controlaban los «zancudos». Las suyas eran contiguas, así que no era necesario desplazarse para tener una visión general.

Era una trabajo más que aburrido. Tras la pantalla de un ordenador descansaban esperando intrusiones que nunca se dieron. Controlaban las claves de acceso a las cámaras, a las que penetraban una vez al día para confirmar que la temperatura del termostato interior y las condiciones de guarda eran las mismas que salpicaban el ordenador exterior.

En cinco años, las cámaras habían recibido visitas, siempre para incorporar materiales a los ya existentes. En otras ocasiones para substraer papeles. Porque todo lo oculto era un cúmulo de ingredientes literarios, nada que ver con otro tipo de utensilios, ni artilugios. Documentos. Y en cinco años, después de hacer los informes correspondientes de esas visitas, la curiosidad les superó. Tres turnos diarios, por parejas durante 1.826 días, rompían la moral del más disciplinado. Y en las horas interminables, los seis «seguratas» alfanuméricos habían hecho sus propias cábalas e interpretado cada una de las tres cámaras. Los archivos estaban perfectamente ordenados.

La primera de las estancias era la más antigua, según su documentación. Algunos de los manuales estaban ya amarillentos, aunque bien protegidos de la humedad. Se trataba de recopilaciones, artículos de prensa e incluso libros. Les llamó la atención el "Tratado de delincuencia", de Roberto Arlt, "La red del terror", de Claire Sterling, el "Informe de los expertos", de Bryan Crozier, "Subversión y Terrorismo", de Andrés Cassinello, así como numerosos recortes de prensa relacionados con actividades de falsa bandera y otras pullas destinadas a crear ideología a través de la desinformación. El último recorte era muy reciente. Apenas de fin de marzo de 2024, y correspondía a una crónica publicada en un diario madrileño que ponía el énfasis en supuestas zonas liberadas llamadas «arnasgune» donde los niños solo conocen el euskara, desechando el castellano. Monolingües. Los archivos no estaban etiquetados, apenas con una letra y un número. Pero los zancudos los identificaron con la retaguardia de algún centro de inteligencia oficial. Quizás con la aportación, no lo sabían, de «periodistas». Quien de vez en cuando lo alimentaba era una única persona, siempre al anochecer, con gafas oscuras y gorra calada. Como en las películas de Hollywood.

La segunda también era longeva. Con una característica que la hacía única. Al menos entre las tres. En su interior tenía una caja fuerte encofrada con su propia llave de acceso que la sellaba. Pero hace ya tres años, el visitante no cerró la caja y quedó abierta hasta hoy. Durante meses, los zancudos no se atrevieron a mirar en su interior. ¿Una prueba para su disciplina? ¿Un descuido? ¿Una estratagema para concederles iniciativa? Jamás lo supieron. Sabían del dicho popular de que «la curiosidad mató al gato». Pero también conocían la canción del portorriqueño Jay Wheeler, «la curiosidad me mata y no aguanto». Así que un día se sumergieron en la caja. ¡Buahhh! Gran parte de aquello que se mantiene oculto, bajo el amparo de esa vieja Ley de Secretos Oficiales, tenía una copia en el sótano. ¿A cuenta de qué? ¿Chantajes? ¿Intercambio de favores? Es cierto que nombres y lugares estaban codificados, pero con un sucinto repaso a la hemeroteca, la clasificación se diluía como un azucarillo en un vaso de leche caliente. Los nombres que descifraron eran del dominio público. Agentes, mercenarios e intermediarios, en cambio, les fueron desconocidos en su mayoría.

La tercera de las cámaras era inútil, según la interpretación a la que llegaron los seis vigilantes. ¿Por qué la mantenían sus superiores, cuando toda la información había aparecido en la prensa o estaba colgada en diversos portales de Internet? ¿A cuenta de qué tener a resguardo una información pública? Lo desconocían. Pero a ellos no les correspondía pensar. Para eso estaban los jefes o mandos intermedios que se comunicaban con ellos, a través de los SMS y siempre desde el mismo número de teléfono.

La cámara había sido rellenada exactamente hacía cuatro años, precisamente cuando se anunciaban, en medio de la pandemia, unas elecciones autonómicas. Los zancudos recibieron un permiso especial de una semana. Cuando volvieron, el cuarto estaba completado. Era el más concurrido por el visitante anónimo. Con la curiosidad a cuestas, solo cuatro meses después se acercaron a su contenido. De inmediato conocieron de qué se trataba. Las propuestas de una formación política vasca y de izquierdas en temas tan variopintos como la sanidad, la educación, los servicios sociales, industria, turismo, fiscalidad, transición ecosocial, soberanía alimentaria, silvicultura ecológica, transición energética, gestión del agua, cultura, euskara, financiación municipal, modelo de gobernanza...

Una tarde, tediosa como tantas, los del primer turno transmitieron a los siguientes su decisión: ¿para qué arriesgarnos a curiosear si todo lo que se encuentra en su interior lo podemos bajar en la web de los escudriñados? Y cuando escucharon al líder de otra formación política decir que los espiados tenían una «agenda oculta», se sorprendieron enormemente. ¿Agenda oculta? Pero callaron por disciplina.

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