Asier Ventimiglia
Sociólogo

La ciudad de las cosas

Las ciudades hoy son más interactivas. Además de ofrecernos visitas y clásicas rutas de turismo, ahora también nos permiten interactuar con los objetos y datos gracias al avance del desarrollo de los dispositivos para las vías de acceso a la realidad digital, eso sí, mercantilizando la cultura de la ciudad y transformando nuestro entorno en un parque temático.

No trasciende de nuestro conocimiento que nos hayamos adentrado en un modelo de sociedad en el que lo digital se ha convertido en el eje de nuestras formas de ver, pensar, sentir y obrar, donde hemos construido un «yo» digital que navega en un océano que hasta hace unas décadas era para la mayoría desconocido. En unos años, convertimos ese hoy inconmensurable océano en una nueva forma de acceso a la realidad, donde el paradigma de lo físico está reconstruyendo nuestras acciones cotidianas. Bien cabe recordar, en primer lugar, que el acceso a la red a partir de un sujeto propio requiere de determinadas condiciones materiales que no todo el mundo puede permitirse, y que tras la llegada del coronavirus vislumbramos aún más el término de la brecha digital, obviando, de nuevo, que el acceso a los servicios está profundamente condicionado por el poder adquisitivo, aún a aquellos servicios que consideramos «globales».

Aún así, lo que denominaríamos como sombra digital (o nuestro «yo» de la red) nos conoce mejor que nosotros mismos; por ejemplo, cuando solicitamos una consulta sanitaria, el médico o médica que nos atiende hará un checking desde su pantalla para acceder a nuestra sombra digital y comprobar nuestro historial médico. Cuando renovamos nuestra tarjeta de documentación, no solo se nos pedirá una comprobación de nuestra huella digital (que supone la constatación de la identidad de nuestra sombra digital) sino que en el propio carné llevaremos un acceso (o microchip) que mantendrá esa identidad digital latente. Con el número asignado a cada documentación, podremos examinar nuestros distintos historiales vitales, como el académico o laboral. En esta era de la digitalización, llevamos con nosotros una identidad a la que no damos forma ni aspecto, simplemente sabemos que existe y que su función es ejercer de un segundo cerebro.

Por su parte, sociólogas y sociólogos ya llevan años estudiando y analizando lo que Kevin Ashton denominó el IoT –Internet of Things, por su traducción: «el internet de las cosas»–, en el que constatan una nueva realidad donde los objetos han dejado de tener el significado que tuvieron en la modernidad, convirtiéndose hoy en un nuevo –e innovador– agente social que regula nuestras acciones cotidianas en la red. Además, es importante recordar que las herramientas de acceso al océano digital no se canalizan desde una computadora tradicional, sino que en la actualidad disponemos en el mercado de diferentes vías de acceso que paulatinamente emergen en los objetos de los hogares. ¿Quién no ha oído hablar de la famosa Alexa, o de la asistente digital Siri de Apple? El desarrollo ha logrado que podamos comunicarnos vía voz con la red, utilizando el mecanismo más antiguo y consuetudinario de comunicación del ser humano: el lenguaje. Las vías de acceso ya no son meros objetos: son nuevos agentes sociales que nos introducen a otros objetos que pueden convertirse en nuevos agentes sociales que coadyuven en la dirección de nuestra navegación por la red. Y ahora que hablo de comunicación, ¿qué sucede con los espacios de socialización? ¿Qué cambios están sufriendo las ciudades en clave de digitalización de la sociedad?

Desde el surgimiento de las marcas o logotipos de las ciudades como la famosa «B» con fondo rojo de Bilbo o el barco de Donostia, los espacios urbanos han estado bajo un modelo de transición donde se plantea convertir el territorio poblado en espacios de inversión corporativo (se habla, desde hace años, de la Disneyficación, aunque podríamos pensar en Silicon Valley como máximo exponente de este fenómeno urbanístico), donde priman las apariencias como nuevo sentimiento de pertenencia, desde las cuales se elaboran los planes de gentrificación y turistificación que pretender convertir nuestros barrios en paraísos de ocio y diversión, expulsando, si fuera necesario, a las familias que viven allí, reproduciendo el síndrome de la aporofobia donde se consideran a los pobres como un lastre para la nueva pertenencia. Además, desde internet nos es cada vez más sencillo comunicarnos con la ciudad, accediendo a puntos de interés desde un navegador, interactuando con viviendas (compradas por los fondos buitre) y pudiendo solicitar información sobre cualquier monumento u objeto en cuestión (una vez más, convirtiendo el objeto en agente socializador). Las ciudades hoy son más interactivas y quizás con una mayor posibilidad de acceso que antes –aunque deberíamos tener siempre en cuenta la relación entre acceso y accesibilidad–. Además de ofrecernos visitas y clásicas rutas de turismo, ahora también nos permiten interactuar con los objetos y datos gracias al avance del desarrollo de los dispositivos para las vías de acceso a la realidad digital, eso sí, importante: mercantilizando la cultura de la ciudad y transformando nuestro entorno en un parque temático donde las cosas empiezan a tener la forma de la «M» de McDonald’s, estableciendo una nueva relación entre sujeto y espacio (ya no solo el objeto) que constituye las nuevas ciudades de las cosas.

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