José María Cabo
Filósofo

La ética en campaña

Hace ya casi doce años que ETA anunció el definitivo cese de su actividad armada. Cinco años después de esa histórica fecha procedió, tras de un sinfín de obstáculos, a su desarme definitivo. Un año más tarde, hace ahora cinco años, dio a conocer su definitiva disolución como organización armada. Mientras tanto, la política de dispersión ha sido una constante hasta hace pocos días, y la política penitenciaria excepcional sigue aún vigente. Y, sin embargo, parece que los acontecimientos señalados no se han dado, y hoy es el día en que el recuerdo de aquellos años está todavía presente.

Con el comienzo de la campaña electoral de mayo, quienes presentan desgastados modelos políticos fundados en la desigualdad, coincidentes con las ideologías más conservadoras, apelan a argumentos éticos para poner en cuestión las propuestas políticas de los oponentes ideológicos. Esos grupos conservadores, apelando contantemente a la libertad del mercado para mantener situaciones de desigualdad social que ofenden cualquier principio ético universal, han descubierto la aristotélica proposición según la cual en el orden jerárquico de los saberes prácticos ha de ser colocada, por encima de la economía y la política, la ética en tanto que actividad regulativa de las otras dos.

Así, si el partido de la derecha española, desde una perspectiva ética, es capaz de sacar, de manera burda, la cuestión de la violencia pasada, el conservador partido político que guía los destinos de la comunidad autónoma actúa del mismo modo. En el marco de esa estrategia, en primer lugar, Andoni Ortuzar –siempre en el mismo tono–, poco después, Joseba Egibar –quién te ha visto y quién te ve–, y, por último, el lehendakari Urkullu –aferrado al discurso escrito–, antes incluso de que diese comienzo la campaña electoral de mayo, ya habían rescatado ese argumento para disputar con su opositor natural, EH Bildu. Como señalaba Arnaldo Otegi, cuando no caben argumentos para mostrar una buena gestión administrativa, cuando no se pueden ocultar impresentables y poco éticos casos de corrupción que afectan al partido conservador vasco, o cuando resulta imposible justificar el hecho de que condenados por esos casos de corrupción estén disfrutando de la generosidad de las autoridades vascas, solo cabe apelar en la disputa política a la exigencia ética que solo es demandable a los demás.

Urkullu ha ido modelando esta exigencia ética –cuasi clerical– con el paso del tiempo. Así, no ha mucho hablaba al «reconocimiento del daño causado». Pasó más adelante a añadir a la exigencia el fundamento de la justicia, para hablar de «el reconocimiento de daño injusto causado». Y ya más recientemente, anuncia como exigible éticamente el «reconocimiento sincero del daño injusto causado». ¿Hasta qué punto ha evaluado lo que de manera tan simple señala? Podríamos decir que no lo ha meditado mucho, o que sus asesores no le han informado de las consecuencias de tan simples consignas. Si se habla de «daño injusto causado», se está apuntando a la posibilidad de una «daño justo causado», en tanto que lo injusto no es más que la negación de lo justo, del mismo modo que lo inconveniente lo es de lo conveniente o lo inadecuado de lo adecuado, tan frecuentes en los análisis éticos. ¿Cuál sería entonces este «daño justo causado»? ¿Tal vez el resultado de las acciones atribuibles al terrorismo de Estado, en sus numerosas variantes, como por ejemplo las muertes causadas por las fuerzas del orden en el cumplimiento del deber, o las de los grupos paramilitares y terroristas financiados por el Estado? ¿Quizá el daño que padecieron las personas maltratadas por el empleo sistemático de la tortura como modo de aterrorizar al disidente político, empleada por todos y cada uno de los cuerpos policiales del Estado, tal y como se recoge el Proyecto de investigación de la Tortura y malos tratos en el País Vasco entre 1960-2014? ¿Entrarían en esa categoría de lo justo la muerte en extrañas circunstancias de, entre otros, Mikel Zabalza, los miembros de los CCAA en la bahía de Pasaia o de los miembros de ETA en la Foz de Lumbier? ¿Ha habido justicia en la política de dispersión de los presos vascos, al punto de que el padecimiento de los familiares –con al menos dieciséis muertos– es el que les corresponde por haber traído al mundo a sujetos indeseables?

Indudablemente, el lehendakari no está afirmando que estos daños causados puedan ser calificados de justos, porque de lo contrario no se comprendería el celo actual del Gobierno Vasco en denunciar estos acontecimientos en los que está implicada la política represiva del Estado. Y, sin embargo, el paso del tiempo no ha conseguido borrar la colaboración del partido nacionalista con gobiernos que financiaban con dinero público a grupos terroristas que atentaban contra ciudadanos vascos, que daban la necesaria cobertura legal –con infames legislaciones antiterroristas– para que las fuerzas policiales sistematizasen el empleo de la tortura, o para no investigarla, obviarla y ocultarla. Tampoco el paso del tiempo nos permite olvidar que el partido nacionalista no rompió ningún pacto acordado con ninguno de los diferentes gobiernos españoles durante el tiempo en que se produjeron esos oscuros crímenes. Qué decir de la política de dispersión de los presos, política que hoy por hoy todas las fuerzas políticas vascas, excepción hecha del PP y del PSOE, consideran que fue una vulneración de los derechos fundamentales de, al menos, los familiares de los presos que la padecieron, pero que, en su día, antes de que se activase, fue propuesta por los nacionalistas vascos, y que, cuando se hizo una realidad, jamás fue denunciada por quienes hoy tan vehemente la denuncian.

Si la colaboración o la desidia en la denuncia de los crímenes de los que era responsable el estado –responsabilidad de la que moralmente estaban convencidos los nacionalistas, en palabras de Xabier Arzallus– tampoco pueden considerarse «daños justos causados», hay otras fuerzas políticas que también tendrán que exigirse a sí mismas el reconocimiento de su responsabilidad –o de su falta de implicación en la denuncias– de estos «injustos daños causados». Joseba Azkarraga señalaba recientemente, de manera acertada, que ya iba siendo hora de que otros muchos reconociesen el daño causado por ellos mismos.

En las pocas ocasiones en que esto se ha hecho, generalmente, de manera individual, se entiende que había una manifestación sincera de quienes así actuaban. Ahora bien, cuando la responsabilidad de los crímenes de estado –y de los que los silenciaron– se diluye en etéreas e imprecisas formulaciones como eso de los «abusos policiales» o de «la violencia ejercida por los grupos paramilitares», el obligado reconocimiento del daño causado se ausenta y la sinceridad de dicho reconocimiento desaparece.

Así, por ejemplo, ¿hay sinceridad entre quienes condenan –el milagroso término gracias al cual se exorcizan todos los males– el crimen de estado que supuso el que cinco trabajadores vascos fueran asesinados el 3 de marzo de 1976 en Gasteiz, y que otros dos manifestantes murieran a manos de las fuerzas represivas en los siguientes días, cuando los afectados no tienen el reconocimiento de ser víctimas del terrorismo de estado y no tienen cabida en el Centro Memorial de las Víctimas del Terrorismo ubicado, irónicamente, en la ciudad donde aquellos trabajadores fueron asesinados? Se entiende ahora el distanciamiento que se da entre las asociaciones de víctimas del 3 de marzo y las fuerzas de orden que se apresuran a hacer sus ofrendas florales en los lugares donde cayeron los trabajadores, ausentándose en las movilizaciones organizadas por aquellas asociaciones de víctimas…

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