La guerra de modelos y la naturaleza del poder policial
Vendedores ambulantes corriendo por el centro de Bilbao, perdiendo su mercancía y modo de subsistencia ante una carga policial de violencia injustificada e injustificable. Varias personas malheridas con armas supuestamente no letales ni destinadas a mutilar, sin ninguna respuesta o asunción de responsabilidades políticas. El aniversario funesto de la muerte de un compañero, un chaval, un vecino, a manos de ese armamento, supuestamente no letal, sin ninguna condena judicial ni, de nuevo, responsabilidad política. Dolorosamente impune. Unas elecciones donde se ha vuelto a poner sobre la mesa el modelo policial, en medio de lo que claramente es un pulso de poder de la Ertzaintza contra quien sea que gane. Un pulso que está lejos de la lucha sindical y más cerca de las prácticas mercenarias. Y un trasfondo –la crisis del capital y el giro autoritario y reaccionario de la mayoría de los Estados– que tiene mucho que ver con que ese chantaje policial tenga lugar justo ahora.
Ante ello, no cabía ninguna duda de que el PNV iba a dar centralidad en su discurso a la necesidad de armar a más efectivos policiales y aumentar los recursos económicos y tecnológicos de la Ertzaintza, privatizando, además, algunos de ellos. Sin embargo, son preocupantes también otras voces que claman por una reforma de modelo policial sin renunciar a cuestionar si ese es el único marco posible, de dónde parte y el estrecho horizonte que nos deja. ¿Debe ser, el modelo policial, el tema central y casi único de esa profunda reflexión a la que se nos emplaza?
Es necesario, en primer lugar, comprender que lo que se lee como una conducta excesiva de algunos agentes de la Ertzaintza en los últimos tiempos no es el fruto de un modelo policial fallido o errado, sino que es consustancial a la pura naturaleza del poder policial. A su función originaria. Como poder que ha sido reforzado y alimentado de forma creciente con más recursos, efectivos y funciones desde la modernización de las policías europeas en el siglo XIX, sencillamente ejerce su capacidad de presión. Una capacidad de presión que es ingenuo pensar que va a ceder en favor de «más dirección política» y del respeto a los derechos fundamentales, básicamente porque no gana nada y nada le obliga.
Expone Marx en su obra cumbre, "El Capital", que el «secreto más íntimo» del orden burgués es que el capital solo puede nacer y continuar existiendo en la medida en que pueda separar al grueso de la población del acceso a cualquier medio de subsistencia que no provenga del salario. Para Mark Neocleous, referente absoluto en el análisis de la naturaleza policial desde la crítica a la economía política, la policía nace como cuerpo necesario para disciplinar en la productividad, para castigar y perseguir no solo a los grupos que amenazan el orden burgués que la crea, también y especialmente a las poblaciones que ejercen conductas que no son funcionales a la acumulación de capital. En resumen, que pretenden subsistir más allá de una relación salarial que permita extraer plusvalía de su fuerza de trabajo.
En el caso de los vendedores ambulantes perseguidos en Bilbao, esa relación con la función policial original es clarísima. Ante un hecho que prácticamente ni siquiera es delito –y en el que solo el origen y estrato de clase de quien vende justifica que lo sea en algunos casos– prima romper esa subsistencia extra-salarial. Una forma de vida que es, en realidad, una paradoja letal: la de un sistema que excluye a pobres urbanos y al sujeto colonial de la mayoría de empleos, mientras reprime cualquier forma de subsistencia que no pase por esa relación salarial, sea o no delito. Así pues, dada esa relación originaria entre el poder policial y el sistema actual de desposesión de grandes capas sociales, ¿qué es exactamente lo que tiene que dar un giro de 180 grados, si no nuestra propia concepción sobre la utilidad, función y naturaleza de la policía?
En un artículo en torno a esta cuestión, se expone como victoria haber abierto el debate sobre el modelo de seguridad, lo cual deja cierto margen para poner sobre la mesa cuestiones que van más allá del abordaje del delito. Es, sin duda, algo positivo. Esperanzador. Sin embargo, más controvertido es el hecho de que se venda la reversión de unos supuestos recortes policiales –en este caso en Catalunya– como una muestra de que esa voluntariosa izquierda puede abordar la seguridad de forma seria. Esto es, sin distar mucho de las medidas que desplegarían otros espectros políticos y fundamentadas en los mismos mitos. En este caso, en esa leyenda urbana que asegura que, al ser los cuerpos policiales la mejor defensa contra el crimen, el crecimiento ilimitado y continuo en el tiempo de recursos económicos y tecnológicos y de efectivos policiales supondrá una mayor capacidad de proteger a la población de la delincuencia.
En primer lugar, eso es simplemente obviar las causas de algunos de los principales delitos que se cometen en Euskal Herria, como los delitos patrimoniales, vinculados a la desigualdad social y a la Ley de Extranjería, entre otros factores de menor peso. En segundo lugar, como dice el investigador francés Paul Rocher en su libro “Qué hace la policía y cómo vivir sin ella”, esa idea únicamente refuerza el efecto placebo que tiene la policía en nuestra sociedad. Una sociedad donde la delincuencia –la delincuencia que preocupa, perdón, es decir, la que cometen personas de clase trabajadora, contra la propiedad privada y mayormente en el espacio público– lleva cerca de cuatro décadas estancada a grandes rasgos. No hay, por tanto, correlación entre ese incremento continuo de presupuestos y efectivos policiales y la reducción contundente de la criminalidad, como tampoco una desinversión policial conllevaría un aumento de esta. Busquen qué ha sucedido allá donde el movimiento Defund the Police ha logrado una reducción del presupuesto policial. Nada. Nada en absoluto.
Así pues, el modelo a cambiar no es el que configura cómo actúan los cuerpos policiales, aunque haya políticas de transparencia o vigilancia interna que puedan tener repercusiones positivas para la vida de quienes son objeto de mala praxis. Hay otro horizonte, el de una regulación de las relaciones sociales que no esté mediada por el individualismo, por la necesidad de asegurar la acumulación de capital. Y que no esté condicionado, tampoco, por la posibilidad de utilizar la coacción por la fuerza como último resorte (último en el mejor de los casos). Que no reproduzca las violencias estructurales con las que el sistema de dominación disciplina a las mujeres para que acepten sin rechistar la división sexual del trabajo y su subordinación de género. A las migrantes para que no se levanten ante la negación de cualquier derecho, a la clase trabajadora para que produzca plusvalía o esté quietecita y sobreviva sin delinquir en caso de que no pueda acceder a trabajo asalariado. O, más bien, sin delinquir más allá del margen que el sistema tolera. De ese porcentaje de delincuencia asociado a la pobreza que acepta como vía de escape, y que le evita poner en práctica políticas reales, porque sabe que la mayoría de los delitos patrimoniales y de salud pública tienen causas que solo pueden abordarse con una transformación del sistema económico.
Eso no significa renunciar al «mientras tanto», pero sí tener claro un horizonte político transformador. El mal menor del capital es permitir el delito para continuar reproduciéndose y expandiendo su capacidad de control. Nosotras no podemos conformarnos con el mal menor de seguir permitiendo que haya personas que expongan sus vidas a la represión y a la cárcel como única vía de supervivencia. Sobre la mesa no podemos poner únicamente la propuesta de que nos repriman más flojito, con más proximidad, de forma más transparente, con más recursos y a todas por igual. La exigencia firme debe ir orientada al fin del poder policial como institución reguladora de la vida social. Lo que, a corto plazo, significa una apuesta por otro tipo de actores no policiales que asuman esas funciones que no tienen ninguna relación en absoluto con el crimen y que nunca deberían de haber recaído en la policía. Brigadas comunitarias, agentes cívicos, educadoras de calle, por ejemplo. Y a medio y largo plazo, por hacer retroceder el poder policial allá donde se ha expandido y se continúa expandiendo.
Más allá de constatar cómo se comporta la policía, hablemos de su naturaleza, de sus funciones, de su origen. Dejemos que exista un horizonte más allá de aspirar a gobernar la miseria.