Iñaki Bernaola

La motosierra es para otra cosa

Antes de nada, quiero decir que el artículo de la abogada Larraitz Ugarte en GARA de pasado 9 de marzo me ha gustado, sobre todo por atreverse a sacar a la palestra una situación que, por desgracia, hasta la fecha no se ha abordado como debía. Básicamente, Larraitz hace una crítica de sistema funcionarial, o al menos de varios aspectos del mismo que, a su juicio, se lo merecen.

Comete, sin embargo, el error de relacionar su crítica con un detalle excesivamente connotativo, como de hecho es la motosierra del argentino Milei, lo cual ha dado lugar a que se le haya hecho una réplica fácil cinco días después en el mismo diario echando mano de dicho detalle. Una réplica que, a base de resaltar lo obvio o lo ya sabido, ha tenido el efecto de dejar el debate en el mismo punto en que se encontraba al principio.

Estoy seguro de que la propia Larraitz sabe que la motosierra de Milei no intenta mejorar el sistema público, sino lo contrario: eliminar una rama de la Administración del Estado que, entre otras cosas, tiene como objeto prestar a la ciudadanía, sobre todo a los sectores más desfavorecidos, una ayuda para mejorar su nivel y calidad de vida. Porque, al margen de gestos más o menos estrafalarios, las políticas de Milei, de Trump y de otros están al cien por cien al servicio del gran capital y en contra de las clases trabajadoras. Pero eso no es el debate que se plantea, sino otro: ¿Puede decirse que el conjunto de la administración pública vasca, y más concretamente su personal, está a la altura de lo que necesitan el país, sus ciudadanos y, dentro de estos, los más necesitados? ¿Hasta qué punto sí y hasta qué punto no?

Me ha venido a la memoria un programa de debate en la ETB1 de hace tiempo, dirigido por Klaudio Landa. En uno de sus días se planteaba la cuestión de si el número de funcionarios era o no excesivo, y si así fuera, si había que prescindir de una parte de ellos. Eso no deja de ser un debate falso, porque la existencia del funcionariado no debe entenderse como un mero gasto a la sociedad, sino como un factor de mejora y bienestar de la misma.

En primer lugar, hay que entender que la administración pública está subordinada al poder ejecutivo. Y que su labor dependerá, entre otras cosas, de los objetivos que dicho poder político tenga en mente. A veces, los objetivos políticos de la clase gobernante van más allá de lo que la administración pueda o quiera prestar como servicio. Otras veces ocurre al revés. Pero, quiérase o no, una cosa no puede desligarse de la otra. Y aquí aparece una primera cuestión: ¿cuáles son los objetivos «de país» que plantea la clase gobernante? Y valga un corolario: ¿cuáles son los instrumentos de que se vale el Gobierno para garantizar que la administración cumpla los objetivos deseados? ¿Hasta qué punto se aplican?

Valga como referencia que el marco legislativo actual no descuida la necesidad de que el funcionariado cumpla sus tareas de manera correcta. Puede echarse un vistazo, por ejemplo, al Estatuto Básico del Empleado Público (BOE 5/2015) donde se habla de la evaluación del funcionariado (Art.20), de sus principios éticos y código de conducta (Art.53 y 54) o de faltas disciplinarias (Art.95). En el campo educativo, por ejemplo, la Ley Orgánica de Educación de 2020 en su artículo 106 habla de la evaluación de la función docente, que no es la evaluación de los resultados escolares, sino de la labor del profesorado.

¿Se evalúa o no se evalúa al funcionariado? ¿Tiene o no tiene dicha evaluación consecuencias, no me refiero a la motosierra, sino a la adopción de medidas de mejora? ¿Puede decirse que la evaluación del funcionariado, si de verdad se ha hecho, ha tenido consecuencias positivas palpables?

Larraitz habla de una crisis del compromiso hacia el trabajo y hacia la misión a desempeñar. Tiene razón, pero el problema no acaba con las actitudes individuales. De la misma forma que en su día se consiguió que el humo del tabaco desapareciera de los espacios públicos o que la aceras aparecieran más limpias de excrementos caninos, una mejora de la calidad del servicio público requiere también una normativa clara que se cumpla y que se haga cumplir. Una iniciativa del poder ejecutivo, y si llegara el caso, un sistema sancionador para quienes persistan en lo contrario a los objetivos marcados.

Mi experiencia de más de cuarenta años como funcionario ha servido, entre otras cosas, para conocer mil y un ejemplos de actitudes funcionariales estimables y de otras que no lo son tanto. Pero no creo que merezca la pena sacar a colación anécdotas más o menos llamativas. Voy a conformarme con señalar dos cuestiones de ámbito general: Una, que hasta donde sé, la evaluación del funcionariado, es decir, la fijación de objetivos y los correspondientes criterios de evaluación, el análisis de la situación a luz de los mismos y la adopción de medidas acorde con los resultados es algo que casi nunca se ha llevado a cabo. Y dos: que la fijación de objetivos en nuestro país es algo que, por desgracia, no queda siempre en manos de la administración correspondiente.

¿Cuáles son los objetivos? Pongamos por ejemplo que un objetivo de la administración pública es la euskaldunización, muy acorde con el artículo 13 de la Ley de Procedimiento Administrativo Común (BOE 40/2015) o con el citado artículo 54 del Estatuto Básico (5/2015) que reconocen a la ciudadanía el derecho a expresarse en cualquier lengua oficial de su comunidad en las relaciones con la Administración. Pero si resulta que un funcionario municipal X de un ayuntamiento de matiz euskaltzale, apoyado por un sindicato Y de ámbito estatal, interpone un recurso para que su deficiente o nulo conocimiento del euskara no surta efectos administrativos, y al final un juez Z le da la razón, estamos ante un problema. Un problema de objetivos de país, un problema de soberanía, y un problema de funcionarios.

Lamento decir que la falta de soberanía política y la existencia de un funcionariado acomodaticio y mediocre en la prestación de su servicio son dos aspectos que se complementan muy bien. Y más aún si esa falta de soberanía va unida a una falta de interés por la mejora del servicio a la ciudadanía.

Lo de la motosierra lo dejamos para Milei y para los de su calaña. Porque eso no es lo nuestro.

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