Néstor Lertxundi Beñaran

La puta de Haro no era una mujer

Crónica de una ocupación que destruyó la lengua, el derecho y la transmisión matrilineal en Nabarra

«No era poder, era custodia. No era propiedad, era raíz».

La ocupación de Nabarra por parte de Castilla y Francia no fue solo un conflicto militar o diplomático. Fue una transformación estructural y profunda de todo un modo de vida. No hablamos únicamente de la pérdida de soberanía política, sino del borrado forzado de las costumbres sociales, del idioma propio, de un sistema de transmisión basado en la mujer, y de una organización comunal que se resistía al modelo feudal y patriarcal que venía del sur.

1173: La invasión de Bizkaia como estrategia estructural

Uno de los episodios clave de esta transformación fue la invasión de Bizkaia en 1173, entonces vizcondado de Nabarra. Aquel año, el rey castellano Alfonso VIII depuso a los Guevara —antiguos señores integrados en la lógica nabarra— para colocar en su lugar a los López de Haro, una familia afín a la corte castellana. No fue un simple cambio de apellidos en el poder. Fue una maniobra clara para imponer el feudalismo y el mayorazgo en un territorio que hasta entonces se regía por el derecho consuetudinario: casas comunales transmitidas por responsabilidad, no por propiedad.

En el derecho de Nabarra, los señores eran «en Bizkaia», no «de Bizkaia». Es decir: mandaban, pero no poseían. Se les reconocía como condes ad imperandum (para mandar), pero no ad possidendum (para poseer). Esto lo cambiaron los castellanos con violencia y alianzas.

Diego López de Haro II: el origen de una frase malinterpretada

El caso más simbólico fue el de Diego López de Haro II, recordado como «fundador de Bilbao» y como traidor al Estado de Nabarra. La frase «la puta de Haro» no es un insulto sexista, ni refiere a ninguna mujer. Es un mote popular que remite a este noble, que se vendió al poder castellano a cambio de tierras, títulos y privilegios. Fue una prostitución política.
No solo se alió militarmente con Castilla. Se casó con la heredera de la Casa de Haro, en una vieja costumbre vascona donde la mujer era la dueña y transmisora del hogar. Con ese matrimonio, la casa pasó a sus manos y se convirtió en señorío hereditario masculino. La lógica era clara: convertir lo que era matrilineal y consuetudinario en patriarcal y feudal.

El Mayorazgo: de la comunidad a la propiedad

Este acto representa el paso de un modelo basado en la custodia, la continuidad y el arraigo, a uno centrado en la acumulación, la propiedad y la herencia masculina.

En el modelo tradicional nabarro, la casa pasaba a menudo a la hija mayor, con la condición de casarse con un caballero y mantener viva la estructura comunal: el trabajo compartido, la memoria del linaje, el cuidado de los mayores, la siembra, la partería, las curaciones. No era un poder, era una responsabilidad transmitida entre mujeres. El mayorazgo castellano impuso lo contrario: todo al varón primogénito. La casa, el nombre, las tierras, los símbolos.

Mujeres silenciadas, lengua perseguida

Pero la ocupación no se limitó a lo familiar. Poco a poco se fue prohibiendo el derecho propio de Nabarra —basado en el auzolan y la decisión comunal—, así como su lengua, el uzkera. Prohibido en las escuelas, en los teatros, en documentos oficiales y sobre todo en las misas y oficios religiosos, el uzkera sobrevivió donde los estados no pudieron llegar: en los caseríos, en la voz de las mujeres.

Fueron ellas, las desplazadas de la estructura patriarcal impuesta, quienes siguieron transmitiendo el idioma prohibido a través de rezos, canciones, fórmulas de curación, arrullos y cuentos. La lengua quedó en el ámbito doméstico, en el susurro, en el eco. Por eso, hoy en día, tantos topónimos, refranes y saberes populares siguen existiendo en femenino.

La conquista definitiva y la colonización jesuítica

La ocupación militar definitiva de Nabarra llegó en 1512, con el apoyo del duque de Alba, el conde de Lerín y otros caciques locales. Entre quienes ayudaron al ejército castellano estaba también Íñigo de Loyola, nacido en Azpeitia, quien antes de estudiar teología fue parte activa de la invasión militar.

Más tarde fundaría la Compañía de Jesús, que sería uno de los instrumentos más eficaces para la colonización cultural: moralización del cuerpo, control educativo, castellanización lingüística, imposición religiosa y obediencia al monarca.

Un modelo roto, pero no olvidado

La lógica era contundente: destruir el modelo comunal, matrilineal y consuetudinario de Nabarra, e imponer uno nuevo: masculino, vertical, estatal y católico. Hombre, rey, dios y propiedad. Todo lo que quedaba fuera de esa fórmula era etiquetado como atraso, paganismo o herejía.

Hoy, en expresiones como «la puta de Haro», en los silencios familiares, en los ecos de los caseríos y en los saberes que aún conservan muchas mujeres mayores, queda algo de lo que fuimos:

Un pueblo con lengua.
Con ley propia.
Con transmisión femenina.
Con casa, raíz y memoria.
Un pueblo ocupado, pero no rendido.


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