José Ignacio Camiruaga Mieza

La tecno-derecha avanza

No ocurre en todas las generaciones el nacimiento de una nueva especie política capaz de condicionar todo el sistema, influyendo directamente en su naturaleza y fisonomía y condicionando radicalmente sus opciones: ocurre en momentos de crisis aguda o de fractura profunda, o incluso en momentos de convulsión social.

Pero también puede ocurrir cuando una fase se está agotando, por agotamiento, y nuevos sujetos sociales invaden el campo, saltándose el ‘cursus honorum’ de la tradición, el aprendizaje, el voto y, por tanto, el consenso popular, fuertes en un poder personal desarrollado en un mundo paralelo, ajeno a la gestión de los asuntos y las instituciones públicas, y dispuestos a traducirlo automáticamente en autoridad política en la mesa de mando del estado y del país.

Es lo que está ocurriendo hoy con el injerto del capitalismo tecnológico multimillonario en el tronco reaccionario del trumpismo, generando un nuevo fenómeno cultural y político que marcará esta época de cambio o este cambio de época: la tecno-derecha, la tech right como la llamó Elon Musk en X, bendiciendo un post que la anunciaba y bautizaba: «That pretty much sums it up, and it opened my eyes» (Eso lo resume bastante bien y me abrió los ojos).

Así pues, la tecno-derecha ya ha cruzado el Rubicón, se ha constituido como sujeto público, ha entrado en el territorio de la política tradicional, prometiendo revolucionarla. Hija de dos extremos del capitalismo y del trumpismo, solo puede ser radical, en programas que se convierten en proyectos, en reformas que se convierten en innovación, en el gobierno visto como una misión.

Nos habíamos fijado, por supuesto, en las inmensas fortunas acumuladas por los empresarios multimillonarios de Silicon Valley, gracias a un talento tecnológico que ha transformado nuestras vidas. Pero no nos habíamos dado cuenta de que la fabulosa combinación de hipertecnología e hiperganancias (que en el caso de Elon Musk superan el PIB de países como Portugal) producía una especie de plusvalía carismática y, al mismo tiempo, la tentación de gastarla en el pupitre de mando de nuestra vida asociada, el del poder político, jugándolo todo en la rueda de la democracia, reguladora suprema de todo el sistema.

Al fin y al cabo, el poder innovador de las nuevas propuestas tecnológicas, su fascinación, su omnipresencia han cambiado las costumbres, el trabajo, la información, la economía, la cultura, la comunicación y las relaciones personales. Un paso más, solo un paso, y la revolución infecta e invade el recinto protegido de la política: ¿por qué detenerse en el viejo interdicto que exige experiencia histórica y conocimientos específicos para el ejercicio del poder público?

En una época en la que la popularidad sustituye a la fama, el magnate es el nuevo extraterrestre del mundo del hacer, y bien puede colonizar el mundo del decir, con su legado personal de modernización y revolución que ha conquistado mercados, hábitos y consumo, y ahora quiere cambiar para siempre los rituales de la política. Solo falta la oportunidad.

Y esta llega con la batalla por la Casa Blanca. Es precisamente la «irregularidad» de Donald Trump, con su ruptura de esquemas, lenguaje y gestos tradicionales, lo que abre el camino a los adalides de la tecno-derecha, porque es una ruptura. Revientan los diques de la vieja política, el Partido Republicano se transforma en una herramienta del populismo soberanista y nacionalista, que bajo el traje azul oficial de Donald Trump esconde los cuernos de búfalo del asalto al Capitolio: en una amenaza continua de subversión, porque la extrema derecha o gana o revienta la mesa.

Como si Donald Trump hubiera destapado la nave mitológica de la superpotencia sin más límites ni fronteras, los capitanes de los nuevos gigantes tecnológicos corren a su lado, uno tras otro. El capitalismo y las empresas siempre han hablado al oído del Gobierno, en todos los países, pero esa relación reconocía implícitamente la primacía de la política, con poderes externos que influían, se beneficiaban, apoyaban, pero de alguna manera se jerarquizaban de la autoridad del Estado.

Hoy nos encontramos en el punto de inflexión: los magnates no se limitan a financiar campañas electorales -siempre con buen retorno y mejores réditos tras la victoria- sino que hacen política ellos mismos, legitimados por su historia, su fortuna, su biografía para ser distribuidos al pueblo como una ideología pagana.

Nos equivocaríamos, sin embargo, si consideráramos a Donald Trump un mero vehículo para introducir nuevos hombres en la grieta que ha abierto en el mundo político. El presidente es mucho más que eso. Habiendo derrotado a la izquierda, su juego se juega directamente con el sistema, de hecho con su naturaleza.

Para la extrema derecha, en efecto, ha llegado el momento de corregir la democracia, de cortarle las uñas eliminando su carácter liberal-democrático, de ahí su culto al Estado de derecho, su obsesión por los controles y equilibrios, su conciencia de los límites: liberar por fin todo el poder del líder que ha ganado las elecciones, darle los medios de ejercer no solo el gobierno sino el mando, e instaurar el «poder vertical» de las «democracias autoritarias».

Este es el punto del injerto e intercambio entre el líder de la derecha soberanista y los líderes de la nueva tecno-derecha. Quienes, con el alfabeto futurista de Silicon Valley, convertirán la reacción en innovación, presentando la reducción de las instituciones democráticas como una modernización del sistema y los nuevos elementos del autoritarismo como una simplificación del mecanismo de gobierno.

Acostumbrados a la desintermediación, la ubicuidad y la velocidad de un mundo global, serán ellos quienes denuncien el carácter anticuado, burocrático, lento y costoso del procedimiento democrático que lastra y frena toda decisión obligándola a recorrer un camino laborioso, como si la democracia tuviera miedo de sí misma.

Explicarán que es un reflejo natural de la época de las dictaduras, una salvaguarda para que la tragedia no se repita: pero en el mundo de hoy, que ha acortado la historia y estrechado la geografía, porque el centro está ahora en todas partes y todo es contemporáneo y simultáneo, no tiene sentido seguir un código de conducta del siglo pasado, completamente desfasado de las nuevas necesidades, demandas y expectativas del ciudadano, y del propio ritmo de su vida.

La derecha tecnológica dará así una especie de sello científico a la mutación del sentido autoritario de la democracia, presentándola como una evolución hacia lo moderno y una modernización funcional del sistema.

Este puede ser nuestro momento de lanzamiento para revolucionar la eficiencia del Gobierno: la democracia despierta de su letargo… y la elección de Donald Trump puede marcar el comienzo de una nueva edad de oro en Estados Unidos porque se va a priorizar el éxito sobre la normalidad, y la excelencia sobre la mediocridad... Si la operación prospera, asistiremos así a un espectáculo sin precedentes: la ruptura entre el capitalismo y la democracia-liberal, cuya alianza, junto con el trabajo y el bienestar, ha sido el núcleo vital de la civilización occidental en la que hemos vivido, en libertad.

Ya han comenzado los preparativos para este salto: ya no se trata de adaptar la cultura de derechas a la democracia… sino de empujar la democracia a adaptarse al viento de la derecha. La toma de posesión del nuevo presidente de USA, Donald Trump, está agendada para el lunes 20 de enero de 2025. Dios salve a los Estados Unidos de América y a las democracias.

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