Albert Calero

Las humanidades y la innovación educativa

Nietzsche decía que la madurez del hombre es haber vuelto a encontrar la seriedad con que jugaba cuando era niño. Una de las posibles lecturas de esta famosa cita del filósofo alemán es la de la defensa de un radical indeterminismo; la vida es crear desde la más libre y absoluta voluntad. Quién no recuerda con cuánto entusiasmo nos tomábamos los juegos cuando éramos pequeños, con qué seriedad disponíamos las reglas del juego y, sobre todo, cómo nos eyectábamos y nos dábamos por completo en crear esos mundos. Espero que a nadie le salte una lagrimita de la nostalgia porque, ciertamente, son innumerables los condicionantes que hacen que, con la edad, ese pequeño libre artista que dibujaba mundos a la vez que comprendía vaya menguando para acabar teniendo que dibujar lo que hay que dibujar. Bienvenidos a la edad adulta, a la etapa de la madurez, de la racionalidad y de los encorsetamientos de la corrección, frecuentemente disfrazada de libertad. Retóricas aparte, me gustaría remarcar tres cualidades que creo son fundamentales para lo que aquí nos ocupa: entusiasmo, seriedad y creatividad.

Mucho se ha hablado ya, entre luces y sombras, de la nueva y joven ley educativa y de las famosas situaciones de aprendizaje. Se esté más de acuerdo o más en contra, más allá de los cambios cosméticos del nuevo lenguaje, hay algo que las caracteriza: la situacionalidad. En las humanidades, esto supone un reto y a la vez una oportunidad. Los famosos bloques, dentro de la materia de Filosofía, titulados «el conocimiento», «la realidad» o «el ser humano» deben ahora enfocarse desde una perspectiva situada, y esto —que me perdonen los teólogos de la creatio ex nihilo— nos permite crear, enseñar y aprender filosofía, desde el aquí y el ahora, porque nadie crea ni aprende nada en el vacío. Si la ciencia y la tecnología de ahora nos abren puertas al conocimiento, o nos devora, vamos a ver cómo, vamos a hablar de ello; si la realidad ya no es como la veían nuestros abuelos o los antiguos, vamos a mirarla; si entendemos el hombre, sus características, su esencia, su existencia o su libertad igual o de manera diferente a como se entiende en el Amazonas, veámoslo.

En la docencia, innovar no es ser fiel y esclavo de una nueva tendencia porque sí, sin criterio; tenemos siempre una finalidad: la enseñanza-aprendizaje. Y esto significa que hay que tener la suficiente seriedad y atención para valorar las necesidades de ese proceso. Innovar no es pensar a Sócrates bebiendo cicuta en TikTok —aunque quizá no haría falta obligarlo a bebérsela ante tal paraíso de la sofística—; innovar es, quizá, llegar al aula, cambiar las mesas de lugar y hacer un pequeño ejercicio dialógico para mostrar la mayéutica. Para este pequeño recurso, no hacen falta ni grandes leyes educativas, ni gurús de las «nuevas pedagogías», como don Avito Carrascal en Amor y pedagogía de Unamuno, ni disfrazarse con una túnica para explicar filosofía antigua en Bachillerato; hacen falta entusiasmo, seriedad y creatividad, saber jugar con lo que se tiene desde donde se está, con mucha atención en el alumnado y en las circunstancias del momento, en las que muchos se preguntan «y filosofía, ¿para qué?». Bien, pues vamos a hablar del para qué y del porqué —algo tendrán que ver las circunstancias políticas y económicas en eso. Hagamos un pequeño debate sobre la utilidad de las humanidades en el 2023 y comparémosla con otras épocas.

Estos son solo unos pequeños bocetos —sí, lo que se hace en pintura— de qué es y cómo se puede innovar en las clases de humanidades, y para eso hace falta creatividad, volver —sí, volver— a jugar con seriedad, hace falta madurar.

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