Amaia Ereñaga
Analista en prácticas

Las pequeñas cosas

Cuando la inmensa mayoría de la población ha sido capaz de hacer un sobreesfuerzo para, de un día para otro, empezar a teletrabajar desde casa, para adaptar las clases y hacerlas online, para saltar directamente al siglo XXI o a lo que sea este mundo post-pandemia, ni aquí ni en Galiza las autoridades hayan sido capaces de articular otro tipo de voto, telemático, por ejemplo.

Tengo todas las respuestas a vuestras preguntas. Y si no, como me han nombrado analista (en prácticas, vale) me las invento. No voy a ser yo menos. En serio: yo sí sé cuál es la razón de que haya habido tanta abstención en las que han sido las elecciones con el mayor índice de pasotismo de la historia de la CAV y por qué ha habido variaciones significativas en el sentido de voto en algunos lugares muy específicos. E icónicos. Lo sabes hasta tú, reconócelo: ha sido por la mascarilla.

De la mascarilla, unos –muchos, por desgracia– pasan del todo... y en política es lícito pasar de votar; pero en cuestiones sanitarias, en ponérsela, no. La mascarilla nos aburre a todos... y de una campaña electoral sosa salen unos resultados previsibles.

Y con la mascarilla puesta nos protegimos en febrero pasado del olor a basura y tristeza en Eitzaga, en el cruce trágico de Zaldibar-Ermua-Elgeta-Eibar, en unos hechos que inauguraron este annus horribilis. Ahí siguen Alberto y Joaquín, enterrados bajo un cromlech de desastre ecológico. Aunque no se preveía un castigo al Gobierno por el desastre del vertedero, sí que ha tenido consecuencias en la correlación de votos, como el plasmado en el sorpasso de EH Bildu al PNV en Zaldibar (en este pueblo vizcaino el PNV ha subido del 31,71%, del 2016 a un estimable 35,13% de los votos; aunque EH Bildu, por su parte, ha subido del 29,6% a nada menos que el 37,4%).

La mascarilla, esa mordaza protectora, es una imagen metafórica muy potente. Te pones la mascarilla y saltas a un tiempo-espacio diferente. Al cabo de un rato, entras en una especie de estado de sordera, de cegatez por el empañamiento de las gafas, de sudor menopáusico en la zona del bigote y una preocupante pérdida de la sensación espacial que desemboca en moratones en las piernas, por tropezones varios, y una mala leche y desconexión del entorno, de indiferencia diría incluso en mi caso, tendente a desembocar finalmente en un dolor de cabeza.

Exageras, dirán los sanitarios; un poco, admito, pero mi solidaridad y admiración hacia ellos ha crecido exponencialmente con el uso de la mascarilla.

No me negaréis, entonces, que todo gira en torno a esta prenda que tanto nos resistimos a aceptar, como también nos rebelamos contra la pandemia y el nuevo mundo que está surgiendo a consecuencia de esta gran crisis de efectos planetarios. Un nuevo mundo, una «nueva normalidad» que ya ha sustituido a la vieja, a ese mundo que se fue, pese a que nos sigamos aferrando a él y a la esperanza de que todo volverá a ser como siempre cuando se invente la vacuna. Y no. Además, quienes más se emperran en ello son los políticos.

Porque, estaba yo votando esta mañana, sola como la una –me sentía Grace Kelly, literal–, la única votando en ese momento en todo el colegio electoral cuando, para mi sorpresa, he reparado en que en la mesa electoral se sigue apuntando a mano los nombres de los votantes.

El mío, con lío, como siempre, «Tampoco me han tomado la temperatura», he pensado con sensación de estar haciendo una ilegalidad. «Votad, que es muy seguro; lo más seguro que vas a hacer hoy», predicaban desde la radio de mi coche. Y entonces he reparado en dos cosas: una, que al cerrar el sobre electoral, lo he chupado ligeramente en un gesto que debo de tener impreso en los genes –espero no haber contagiado a nadie, lo siento de veras– y, dos, que cuando la inmensa mayoría de la población ha sido capaz de hacer un sobreesfuerzo para, de un día para otro, empezar a teletrabajar desde casa, para adaptar las clases y hacerlas online, para saltar directamente al siglo XXI o a lo que sea este mundo post-pandemia, ni aquí ni en Galiza las autoridades hayan sido capaces de articular otro tipo de voto, telemático, por ejemplo, y que no sea presencial para quienes viven en el extranjero o estén enfermos, contagiados de covid-19, o, simplemente, les dé mal rollo ir a un sitio donde hay mucha gente. O quieran ir a la playa, como esta analista en prácticas, porque si algo nos ha enseñado el confinamiento es a disfrutar de esas pequeñas cosas que da la vida.

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