Las vidas en el centro de las vidas
Las vidas en el centro, dice el lema de la huelga feminista de este 8 de marzo de 2019. Todas las vidas. La nuestra también. Las mujeres somos expertas en descuidarnos porque cuidamos tanto que nos olvidamos de ser sujeto del cuidado.
Leo a Marina Subirats en GARA que «es importante saber lo que tenemos enfrente y cuál es nuestro adversario principal» cuando habla del movimiento feminista actual y de lo importante de no debilitarnos. Y qué razón. También urge, podríamos añadir, que no podemos descuidar ser palanca de cambio desde el protagonismo y no esperar a que ese adversario se plantee la más mínima concesión a nuestras exigencias.
Ante el despiste generalizado que viene provocado por una sociedad del consumo de usar y tirar, y por lo que supone también de moda y de políticamente correcto, nos vemos tomando parte activa en esto que se ha venido en llamar igualdad sin habernos interpelado cada una de nosotras, cada uno de nosotros, sobre nuestra propia actuación. Las contradicciones son naturales, a veces necesarias, pero solo si nos hacen tomar conciencia y avanzar. Y quién sabe si, a pesar de secundar el 8 de Marzo, nos seguimos manteniendo en nuestra (in)consciencia, permitiendo desigualdades y discriminación sin salir de esa indefensión que es aprendida.
«Lo que llaman amor, nosotras lo llamamos trabajo no pagado» (Silvia Federicci). Patriarcado y paternalismo. Patriarcado, el que pone precio –barato o 0 euros– a los trabajos feminizados o realizados por mujeres en su mayoría. Paternalismo, el que lo intenta justificar con palabras bonitas que visten a las mujeres de valiosas, abnegadas, resignadas, amadas y queridas por quienes las rodean, porque lo vuestro, mujeres, sí que tiene mérito. Y por eso os queremos y sois tan necesarias en nuestras vidas. Este binomio de patriarcado y paternalismo es el que se encuentra a la base de ambicionar récords de asistencia en un campo de futbol por ver futbol jugado por mujeres. Invitaciones a precio 0 que hasta superan el aforo permitido, pero es que la foto es la foto. Y como las queremos tanto, las queremos arropar y vamos a ir en masa a verlas. Un día. Es algo así como si una diputación, un ayuntamiento, o nuestra propia familia nos diera un ticket regalo de 90 minutos para poder tener durante ese tiempo en nuestra casa a una persona –¿mujer tal vez?– para estarse ese rato ejerciendo el rol de trabajadora del hogar. 90 minutos gratis para que veamos a cuidadoras haciendo de cuidadoras, en una residencia, por ejemplo. 90 minutos para disfrutar viendo a una amama cuidar, amorosa y entregada, a sus dos nietos de cuatro años, por ejemplo. Actividades realizadas por mujeres que no nos suponen coste, entendiendo coste como intercambio de dinero: tanto haces, tanto cobras, así funcionan hoy las cosas. Devaluamos los trabajos de cuidados, feminizados todos, y devaluamos también los trabajos realizados por mujeres en los ámbitos no feminizados. Así, asistimos al espectáculo del partido de futbol para verlas jugar, vamos a la residencia de mayores de visita y las vemos limpiar y cuidar, estamos en casa y vemos limpiar las cocinas, los baños y reponer la nevera cuando se va vaciando. Un récord de asistencia a coste 0 en unos casos, un gesto cariñoso para hacerle ver a alguien que los cuidados que ofrece son valorados, en otro. A ama le hacemos sentir lo importante que es en la familia, a la trabajadora invisibilizada le ofrecemos ese día al año en el que podrá salir en los medios. Pero, ¿y lo de rascarse el bolsillo? No se ponen en valor sus aportaciones si no nos cuestionamos lo que estamos en disposición de pagar a cambio. El uso perverso del paternalismo no ayuda, todo lo contrario: fortalece la desigualdad. Patriarcado, paternalismo, igualdad mal entendida, postureo frente a transformación feminista real. Cariño y amor vs. trabajo no pagado. La visibilización como meta cuando no debiera serlo, ni tan siquiera en el mejor momento de la Historia para «lo audiovisual». Y, ¿por qué no debería serlo? Porque consumimos imágenes y experiencias de usar y tirar que no quedarán, y porque también es el momento mayor de la Historia en el que lo económico impacta sobremanera sobre las vidas; sigue marcando lo que somos, lo que valemos para ese otro u otra ante quien construimos una identidad profesional –y personal–. Pero qué bonito titular para el día siguiente, por ejemplo «Las trabajadoras del servicio a domicilio se sienten desbordadas ante el masivo apoyo recibido». Verlas sí, aunque sea fruto de una burbuja inflada a golpe de invitaciones; quererlas también, mucho. Pero va siendo hora de cambiar la estrategia y provocar que paguemos por lo que consumimos, bien sea deportes o cuidados. Tienen un valor en sí mismo y del amor no siempre se vive. En esta sociedad, del amor ajeno no siempre se vive.
«Lo personal es político» (Kate Millet). Mujeres que consumen cuidados, que consumen trabajos feminizados, sin conciencia de clase ni de feminismo. Mujeres que se desapegan de ser llamadas feministas. Madres que contratamos a otras mujeres, madres muchas de ellas también; madres que no valoramos el trabajo que van a hacernos y por eso lo regateamos, cuidados a la mejor postora, sin importarnos la calidad de esos cuidados, porque vamos a mil y ya no nos podemos encargar de más, que bastante es cuadrar también el puzzle de los horarios familiares, un monopolio femenino esta gestión horaria que ha interesado encasquetarnos también. ¿Que alguien se encargue por las tardes de tu hija es algo banal? No. Ni tampoco es banal cuidar de tu ropa delicada cuando se lava y se plancha. No es banal dar conversación de calidad en el parque, a tu ama en silla de ruedas, mientras la cuidan. Nuestra relación con esa «chica» –«la chica que me hace cosas en casa», así las nombramos– sí es banal, interesada, buscando el máximo beneficio. Mejor pagar 10 euros la hora que 12 euros la hora. Total, recogerla de la parada del bus, llevarla a casa, darle de merendar, hacer los deberes con ella, ordenar un poco las mantas del sofá, tampoco es un trabajo como para tanto, lo podría hacer cualquiera, ¿no? Pues no. Pero es lo que tiene el clasismo, que nos hace a mujeres y a hombres considerarnos por encima de aquellas personas que asumen las tareas que ya no queremos o que no nos da tiempo a hacer. Lo personal es político, mis decisiones impactan en otras personas, en otras realidades, en otros desequilibrios sociales, pero nos decimos que sean las administraciones las que cambien esto, que es un tema de educación, que lo enseñen en las eskolas y bla bla bla. Emakunde nos tradujo a Millet por si resultaba demasiado duro su mensaje: la igualdad empieza en mí.
«Tal vez no se trate de que el amor en sí sea malo, sino de la manera en que se empleó para engatusar a las mujeres y hacerlas dependientes en todos los sentidos. Entre seres libres es otra cosa» (Kate Millet). Clasismo y machismo, ingredientes del patriarcado, también en la clase trabajadora –en la que me incluyo, por cierto– y en su representación sindical –con la que me identifico ideológicamente, por cierto–. ¿Dónde está la solidaridad de clase? Avisadme cuando las reivindicaciones sindicales del sector de los cuidados –¿feminizado, tal vez?– vengan apoyadas por el sector del metal, por ejemplo, o del transporte. ¿Cabe en nuestra imaginación una huelga del transporte de mercancías hasta que el convenio de empleadas de hogar obtenga, no ya la aplicación real del convenio, sino una revaloración de los puestos de trabajo que implican cuidados? Por hilar fino, y no ser conformista: le leía hace unos meses en Twitter a un político abertzale y feminista –poco sospechoso por ello, y bastante mejor orientado en esta materia que el que nos dice que a las mujeres hay que explicarnos lo que llevamos dentro cuando estamos embarazadas– unas notas de un libro sobre el internacionalismo obrero y la necesidad de la solidaridad internacional de la clase trabajadora. Algo así como que los trabajadores de una nación políticamente más avanzada habrían de frenar su ritmo para ir de la mano de los de las naciones más atrasadas. Pues sí, muy necesario y transformador también. Pero igual la prioridad política y social habría de marcarnos que antes nos miremos en casa, no vaya a ser que los camioneros no se estén solidarizando con las empleadas de hogar o con las trabajadoras de la intervención social, aunque compartan mesa a la hora de la cena, cama después e hipoteca cada día, en la salud y en la enfermedad, hasta que la muerte les separe. No seremos un pueblo feminista, una sociedad feminista, hasta que no miremos de frente al reconocimiento económico y social de los cuidados desde todos los puntos de vista, incluido el nuestro propio, desde la corresponsabilidad de todos los estamentos y niveles de la sociedad, o al menos desde aquellos estratos sociales que comparten desigualdad económica y conciencia de clase. El trabajador del metal ha de movilizarse por la trabajadora del mundo de los cuidados, o de la intervención social por ejemplo, que igual hasta es su mujer, o su hija, o su ama… Trabajar el acceso y la presencia de las mujeres en los niveles altos de las empresas y las organizaciones ha sido, y sigue siendo, muy necesario. Ahí hay poder del bueno. Pero que no nos desvíen la atención como si esa fuera la única prioridad: no hay tantas mujeres, no hay tanta gente ni mujeres ni hombres en las cúspides de las pirámides empresariales. El tejido empresarial vasco está conformado por micropymes y pequeñas empresas en su inmensa mayoría, sin grandes estructuras jerárquicas. Las pirámides están engordadas por abajo, segregación vertical y horizontal de libro. La igualdad en las cuotas de poder, solamente, no nos sirve.
«La vida que merece la pena ser vivida» (Amaia Pérez Orozco). Tu convenio colectivo dirá que si te casas tienes entre quince y veinte días de vacaciones. Si se te muere la persona más cercana de tu mundo, entre tres y cinco días. Búscate la vida, domésticamente hablando, si quieres tener más días libres para intentar recomponerte –es decir, vete a tu sanidad pública y que te dé la baja un tiempo, correrá de tu cuenta casi seguro–. Quien dice fallecimiento dice enfermedad larga o complicada. Porque tu convenio colectivo no entiende de lo volátil de tu vida, de tus vidas, de todas aquellas vidas que te rodean y que configuran la tuya. Y cuento una anécdota reciente, que no es anecdótica: una jefa da el día libre a una de sus empleadas por morírsele el perro. La jefa, empática, tiene perro, claro. ¿Pero en qué momento de la vida de nuestras organizaciones se nos ha olvidado que todo el mundo tiene una vida, al menos la suya, a la que atender? ¿Dónde está la empatía entre personas que han tenido y siguen teniendo una vida volátil, fluctuante, estable por momentos, inestable en otros? ¿Cómo están atendidas por parte de nuestras empresas las enfermedades graves de familiares, las alteraciones cotidianas de nuestra vida doméstica, las separaciones y los divorcios que conllevan más trámites y problemas y tiempo que casarnos, las custodias compartidas, las pérdidas personales, las crisis que golpean las vidas por diferentes razones? Lo están lo mínimo. Como esa paternidad que era solo de dos días y luego pasó a quince y ahora pasará a ser de ocho semanas. Cuando ese padre volvía raudo y veloz a trabajar porque el sistema capitalista no le dejaba más tiempo para quedarse en casa a cuidar, eran mujeres y solo mujeres –madre o suegra o hermana o prima o amiga o vecina– las que acudían en dirección opuesta a esa casa a asumir los cuidados. Modelo de gestión de las organizaciones fundamentalmente patriarcal, definido por unos hombres y pensado para otros hombres que no han de encargarse de las vidas que hay en torno a su propia vida. Modelo de gestión de las organizaciones que no tiene a las vidas en el centro aunque hayan evolucionado y antes hablasen de recursos humanos y ahora hablen de personas.
«Cuidarse a sí misma no es autocomplacencia. Es autoconservación y eso es un acto de guerra política» (Audre Lorde). Las vidas en el centro, dice el lema de la huelga feminista de este 8 de marzo de 2019. Todas las vidas. La nuestra también. Las mujeres somos expertas en descuidarnos porque cuidamos tanto que nos olvidamos de ser sujeto del cuidado. En esto yo suspendo, como en tantas otras cosas incoherentes que hacemos las feministas también a veces, porque la perfección nos oprime y hay que permitirse alguna contradicción.
«Quien es feminista y no es de izquierdas, carece de estrategia. Quien es de izquierdas y no es feminista, carece de profundidad» (Rosa Luxemburgo). Pues eso. Reflexión interna para la transformación social. Interpelarnos. Qué puedo hacer yo aquí y ahora para que lo económico no nos aleje tanto de las vidas. Las vidas en el centro de las vidas.