Joseba Eceolaza

Leny Escudero, el cantautor de Espinal

Esa guerra del 36, que nos sigue golpeando en lo más profundo, nos obligó a perder lo mejor de nuestra historia, porque fueron miles de personas las que abandonaron su tierra, rumbo a un exilio que nos dejó secos de palabras e ideas.

Resulta que el exilio del 36 nos recuerda que forma parte de nuestra memoria, porque sale de vez en cuando como levantando la mano y avisándonos de que todavía sigue aquí discreto pero constante.

Y resulta que uno de los mejores cantautores franceses nació en Espinal-Aurizberri. Leny Escudero, nacido en 1932 vivió frente a la plaza del pueblo, en una casa situada cerca de la panadería Erburu. Estuvo allí sólo cuatro años, así que la huella concreta es débil, pero nos recuerda lo que el exilio nos hizo perder. Hijo de Julián Escudero un carabinero republicano de Zamora y de Braulia Elgart nacida en Orbaitzeta, toda la familia se lanzó presurosa contra el silencio de las hayas cuando el desastre iba a copar todo en aquel 36 maldito y cruzaron la muga.

Nada más terminar la guerra su padre, como tantos otros, fue encarcelado en el campo de Argelés. Ya instalados en París, Leny empezó a ser un cantautor comprometido y valiente, que compaginó en sus letras el canto al amor y al activismo, tal vez como consecuencia del reflejo de una misma raíz idealista. Escudero dejó citas y reflexiones contundentes que denotan una personalidad clara y coherente «quería recuperar las palabras, confiscadas por los poderosos, que nos preferían analfabetos» dijo en aquella Francia que hervía de calle y adoquines en mayo del 68.

Así que esa guerra del 36, que nos sigue golpeando en lo más profundo, nos obligó a perder lo mejor de nuestra historia, porque fueron miles de personas las que abandonaron su tierra, rumbo a un exilio que nos dejó secos de palabras e ideas.

Exilio y cuneta, olvido y tierra, la misma cara de una moneda negra que nos pringó, aunque hiciésemos como si no fuera la cosa con nosotros, cuando en una transición modélica se les olvidó los muertos y los huidos. Y, es normal, en esta parte de la frontera le hemos dedicado poco tiempo a esto del exilio, aunque abriendo los ojos enseguida nos encontremos de golpe con aquel fantasma de muga y derrota.

Son los sin tierra, que corrieron más que las balas aunque casi se manchan de cal. Son quienes, durante cuarenta años, recordaron su adolescencia en suspiros que iban a morir a mares extraños. Son quienes pasaban la frontera por Perpignan cogidos de un soldado, después de estar en Figueras despidiendo a la última República. Son nuestras gentes que en los bares o casas de la calle Descalzos, Eslava o en la calle Campanas de Pamplona dejaban un aviso para poder cruzar al otro lado. Ya lo recogió riguroso y seguro Mikelarena, al describir las redes formales de evasión que había por aquí.

Siempre he creído que la tristeza de las cunetas y el destierro tienen algo de impulso, porque a pesar de haber pérdida, en realidad hay más vida que otra cosa. Y rascar en las historias singulares de aquella gente nos hace mirar hacia un foco ejemplar, que no perdió ni un milímetro de dignidad, a pesar de que el final de la guerra fue el horror de lo implacable.

Y es que el franquismo, cruel e insaciable, persiguió a la gente republicana hasta en los pueblos perdidos de Francia. El sádico Lequerica, embajador de la España franquista en París, con los colmillos a flor de herida, cercó a Manuel Azaña para llevarlo a Madrid a fusilar, pero antes el presidente de la República falleció, sin embargo con Companys lo consiguió. Y Machado murió sólo, pobre y abandonado en Colliure, con un papelito apretado a la vida que decía «estos días azules y este sol de la infancia».

María Teresa de León, en el exilió también, escribió en su “Memoria de la melancolía” que «estoy cansada de no saber donde morirme. Esa es la mayor tristeza del emigrado. Habría que hacer tantas presentaciones de los otros muertos que no acabaríamos nunca», y para cuando quiso volver ya estaba enferma de alzheimer.

La obra más célebre de Gabriel García Márquez, “Cien años de Soledad”, está originalmente dedicada a María Luisa Elio, hija del juez republicano pamplonés Luis Elio, también desterrado. Emilio Salvatierra, policía foral, se fue a México, y el hermano de Camino Oscoz, José Antonio, terminó en Gurs como otros 400 navarros, Jesús Monzón, dandi atrevido y heterodoxo, sin embargo no aguantó tanto exilio y cruzó a la fina raya entre la muerte y la cárcel cuando decidió pasar la muga hacia Madrid.

Como hemos dicho, Leny Escudero fue parte de esa masa humana que cruzó despacio la frontera, con los pies llenos de nostalgia. Escapaban de una posguerra que ya sabían iba a ser dramática. Como para no estar muertos de miedo, viendo lo que la Falange y el carlismo habían hecho en la retaguardia franquista.

Durante el mayo francés, Leny cantó encima de un bidón para los obreros de la Renault en huelga, porque jodido de exilio imagino que aprendió a construirse en cada ritual un hogar al que ir y sentirse reconocido.

Quienes fueron a México, Argentina o Chile, quienes terminaron en Rusia o en Cuba, murieron un poco cada día, porque siempre estaba presente la idea del volver.

Un buen ramillete de ese exilió francés nos acoge en las jornadas sobre memoria democrática que se organizan desde hace años en Toulouse, Olorón o Burdeos. Y nos premian con las historias de los suyos, que nos ayudan a poner ojos y corazón a aquellas fotos viejas y roídas que hemos ido viendo en los libros que hablan de esto.

Ese exilio que impulsa la memoria republicana desde Francia, representa el silencio de cuarenta años, y sin embargo es la metáfora de que esto no lo puede ocultar nadie, porque siempre, pase lo que pase, vuelve, como nos volvió de la mano de mi tío Kepa Eceolaza, que vivió también en Toulouse, la huella de Leny Escudero.

Por eso había que hablar en nombre de su silencio, del silencio de gente como la familia de Leny que se quedó prendida de una noche de niebla, cruzando la frontera de nuestra Navarra, para salvar la vida y la dignidad, porque aquella gente enérgica que vitoreaba la esperanza republicana un abril del 31, aparecía o rota de dolor o rota de muerte.

Y ahora no podíamos, no debíamos, volver a dejar su vivencia encerrada en un cajón bajo llave, no por lo menos hasta que completemos el puzzle de nuestra memoria democrática, porque nos queda la palabra…

Joseba Eceolaza

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