José Ignacio Camiruaga Mieza

Los señores del mundo

Es mejor jugar las cartas sobre la mesa. ¿Qué queda de las deflagraciones que han encogido el poder de Estados Unidos de América, reducido a la Unión Europea a un mero elemento del bando estadounidense, empujado a Rusia y China una al lado de la otra, aniquilando medio siglo de artimañas diplomáticas e ideológicas para separarlas y hacerlas mutuamente sospechosas, sacado a la luz el juego de la posguerra fría que será Sur contra Norte, y puesto definitivamente a la ONU en el desván con las antigüedades del siglo XX? Lo que queda, en definitiva, son cuatro verdaderos señores del mundo, cuatro «emperadores», Estados Unidos de América, Rusia, China e India, los únicos capaces de un cesarismo brutal. Y una serie de preguntas: ¿quién es amigo, quién enemigo, quiénes somos «nosotros» los europeos?

Se ha abierto, a veces incluso ruidosamente, un gran debate estratégico que dominará los próximos cuatro años de la segunda presidencia de Donald Trump. No es seguro que de ello no puedan derivarse efectos positivos y que la actual cacofonía se desate y el fuego arda bajo las cenizas en cuanto se hable de paz, seguridad y orden internacional.

Ya sea un audaz empírico como elogian algunos o un simple oportunista sin escrúpulos, el boceto internacional de Donald Trump, siempre difícil de predecir, podría ofrecer la posibilidad de esa cumbre de los Grandes que es la única forma de poner fin a los conflictos en curso (siempre muchos e, incluso, demasiados..., algunos conocidos, otros prácticamente desconocidos), y la construcción de un equilibrio que se mantenga durante varios años. Me refiero a una cumbre que no se parezca a la de Yalta, que fue una reunión de vencedores para repartirse las esferas de dominación, sino al clásico insuperable de la diplomacia entre potencias −Westfalia− que suturó el mundo de la Europa central desgarrado por la despiadada Guerra de los Treinta Años. (1618-1648).

Esto no quiere decir que los diplomáticos tengan que estar de nuevo a punto de intercambiar besos y abrazos, ni que los recuerdos amargos no les quemen los labios: las partes no se arrepienten de nada y siguen sospechando que las otras fomentan en secreto próximas ofensivas. Pero el regreso de Donald Trump a la Casa Blanca significa que se perderá toda una retórica a la que los demócratas estadounidenses están indisolublemente ligados y en la que actúan como ardorosos caballeros que luchan contra los dragones de su elección: las evocaciones ofensivas... El espíritu de Múnich, el nuevo Hitler que quiere conquistar Europa, las terribles acusaciones... Crímenes contra la humanidad... Pueblos asesinados... Quizás también el desvanecimiento de una serie de adjetivos insultantes colonialistas, belicistas imperialistas imperios malvados ahora de costumbre en las relaciones entre los nuevos bloques. Un fuego mental que en estos últimos años ha intoxicado cualquier reflexión.

La evolución militar de la guerra en el centro de Europa apunta trágicamente en esta dirección. Kiev está perdiendo. Cada día, en un silencio avergonzado y culpable, el implacable y metódico lento avance ruso, indiferente a las pérdidas como es la bárbara costumbre de ese ejército, destroza y engulle kilómetros de nuevo territorio en el Dombás. Lo que fue la victoria ucraniana y occidental en la primera fase de la agresión rusa, haber impedido a Vladímir Putin asegurarse todo el botín, corre el riesgo de quedar anulada.

Los políticos están obligados y frenados por un necesario pragmatismo y deberían evitar los tópicos de las peores disertaciones filosóficas de los exámenes de bachillerato: moral y realismo, convicción y responsabilidad, ética y geopolítica.

Cuidado, ésta es una pendiente peligrosa. El planeta es caótico, presa de peligros múltiples y mortales, cada elección se juega su verdad última al borde de un abismo, y una vez más los monstruos que han surgido − fanatismo, terrorismo, guerras totales − no se reducen fácilmente a un denominador común. La época de los cuatro emperadores puede prolongarse fácilmente en el caos de un periodo de Reinos Combatientes aún más confuso y despiadado que el de otros frágiles tiempos en la historia.

La definición de un (nuevo) orden internacional obliga a establecer quiénes son los verdaderos detentadores del Poder de la Fuerza capaces de establecer niveles y reglas de seguridad recíprocos para evitar la vuelta al caos. Una verdad intragable que no despierta ningún primor de popularidad: pero sin esta elección, la posible cumbre se reduciría a una fútil mascarada, a una batalla por el patio de butacas, a un lavado de cara, a una ilusión. El poder de Trump, Putin y Xi, atómico y de otro tipo, se escribe en los hechos, añade la India por sus ambiciones bien fundadas. Y porque permanecer «neutral» sobre Ucrania entre Rusia y la OTAN asegura el papel de Modi como moderador y árbitro.

Sería una idea demasiado ingenua pensar que entre los Cuatro Grandes existe una comunidad de valores cultivados por unos y otros, olvidando que precisamente en nombre de esos valores se excomulgaron mutuamente. Pero ciertamente no se debe discutir entre ellos sobre cosmovisiones opuestas, afirmaciones englobantes que a menudo resultan y conducen al caos. Como la única cualidad que se le reconoce a Donald Trump es la del hombre de negocios formado en transacciones en busca de beneficios, puede aceptar lo que a los apóstoles de Occidente les parecería blasfemo: treguas basadas en el uti possidetis (¿y qué más?), esferas de influencia, espacios neutralizados para evitar enfrentamientos directos. Todo un material, hasta didáctico, para acabar con los conflictos.

¿Y Europa? De un día para otro, nos descubrimos desnudos mientras corremos hacia la felicidad obligatoria, expuestos, casi indefensos al nuevo desafío postnuclear. Europa asiste como espectadora al Juego de los Cuatro Grandes Señores de la Tierra. Son tiempos en los que ser un doble gigante, económico por la gracia del euro y moral por el papel de guardián del templo de los derechos, no sirve de nada ante la cínica pregunta: ¿pero cuántos tanques tienes? La Unión Europea perdió al principio de la crisis ucraniana la ocasión de proponer un simple esquema de autoafirmación que habría servido de declaración de independencia, es decir, de erigirse en oposición al imperio americano y a la Rusia prevaricadora, y de convertirse en mensajera de una multipolaridad inevitable en la que habría encontrado un papel; y una silla en la mesa de las futuras negociaciones. Incluso sin tanques.


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