Aster Navas
Profe de Lengua

Marrones

Las palabras, como las personas, una vez que entran, que pasan por la cárcel, se transforman inevitablemente. Ya nunca vuelven a ser los mismos, las mismas.

No consigo ver otra cosa. No recuerdo quién me hizo la faena de mandarme el meme pero desde entonces en el mítico cuadro de Munch, "El grito" sólo veo un beagle, uno de esos perros de orejas largas. He intentado concentrarme, recuperar, visualizar el rostro angustiado que quería mostrarnos el pintor noruego pero ya no hay manera; ahí están las orejas y la trufa del animal. Algo parecido me ocurre desde hace años con el actual Carlos III; intento ir más allá del «Tampongate» pero me resulta imposible; procuro disociarlo de aquella llamada telefónica y no hay tu tía: tampoco veo otra cosa.

Hablando del nuevo rey, nadie podrá decir que se esté dejando algo en el tintero. Los sketches que ha protagonizado ayudándose simplemente de una estilográfica son, como mínimo, sonrojantes. Sobre todo para la gente que tiene a su alrededor en esos momentos: juraría que los responsables de protocolo y hasta la misma Camilla son, a estas alturas, profundamente republicanos.

Hay, sin embargo, una lectura mucho más dramática de esa torpeza, tras ver los planos que se han dado de las manos de su majestad: los dedos hinchados, prácticamente sin falanges, que han disparado todo tipo de diagnósticos y que explicarían esa falta de destreza.

Sea como fuere, ese desdén –resulta sangrante que para esos puestos vitalicios el candidato no se tenga que enfrentar al menos a una entrevista personal– hacia los ujieres, esas reacciones desproporcionadas, esas pataletas lo han caricaturizado y convertido en un Mr. Bean que suscita verdadera lástima. Es un personaje «real» en el sentido más literal del término; alguien profundamente humano en cuanto que le acucia el deseo y le golpea la edad. Como al resto de los mortales.

Y es que quizá estemos haciendo una lectura equivocada y es muy probable que para el hijo de Isabel II, la Corona, después de tanto tiempo esperándola, haya sido un auténtico «marrón». Esos gestos de displicencia insinúan un retrato inquietante de un rey que podría ser además un «marrón» para sus súbditos.

Las palabras, como las personas, una vez que entran, que pasan por la cárcel, se transforman inevitablemente. Ya nunca vuelven a ser los mismos, las mismas. Sin ir más lejos, el término «marrón», hasta que acabó en «la trena» era simplemente un color de lo más inocente; allí, entre rejas, pasó a ser, de la noche a la mañana, la sentencia que le llega a un recluso desde un tribunal mientras cumple condena por algún delito. Se la llama así –«marrón»– porque el juzgado la envía al centro penitenciario en un sobre de ese color. «Me voy a comer un marrón de tres años» –dirá pesaroso el preso a sus compañeros al abrirlo–. Todo esto lo explica mucho mejor que un servidor Luis Folgado en "La cárcel de los desvaríos", una novela ambientada en el penal de Alhaurín de la Torre.

El caso es que ese «marrón», de regreso ya a la calle, libre ya, se ha soltado el pelo y ha olvidado sus humildes orígenes cromáticos. Quien más quien menos dice «menudo marrón», «enmarronar», con una naturalidad pasmosa.

Me viene todo esto a la cabeza al ver las noticias de estos días.

Yolanda Díaz y Garzón defendiendo ese legítimo carro de la compra pero que, sin embargo, amenaza con convertirse en un «marronazo» para la pequeña tienda de barrio a la que ya le está costando bastante sobrevivir. El Kremlin buscando a un general que se coma el «marrón» de la retirada de Járkov y de la presumible derrota rusa en Ucrania. Lesmes y esos amagos de dimisión...

Aparte de «marrón» se han escapado también del trullo («Argot y jerga carcelaria», Luis Puicercús) «basca», «chupa» e incluso «colleja». Y muchas otras que me dejo en el tintero.

En fin.

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