Iñaki Egaña
Historiador

Me duele Gaza

Me duele la vida. La vida de otros sin nombre, que yacen bajo los escombros de un campo de concentración amurallado, apiñados como si se trataran de animales que sintieron el pánico antes de ser consumados en el matadero. Me duele sobremanera cuando se trata de niños, pero también de adolescentes, de adultos que temieron por la de los suyos, incapaces de darles ese refugio adosado al ADN humano desde que la paternidad y la maternidad se hizo consciente.

Y es un dolor que, lo percibo, tiene algo o mucho de impostura, porque lo hago desde el teclado, lejos del olor a tierra quemada, del vaho que exhalan las balas antes de alcanzar su blanco. Un objetivo que, a pesar de ser humano, se convierte en acontecimiento, que un día la historia mencionará con tanta frialdad como la de un témpano polar a la deriva. El detalle será significado como una irregularidad, como una hazaña para los desalmados, sin alcanzar a descifrar que, a su paso, arrolló biografías inconclusas de centenares de miles sin-nombre.

Me repugna, en la misma medida, el alineamiento con los verdugos de toda esa elite que continúa reivindicando –con expresiones tan ajadas como democracia, sostenibilidad o gallardía republicana–, una (re)colonización en nombre del progreso. Cuando la realidad esconde el eterno desprecio del otro, la superioridad europea, supuestamente moral, que se apropió del planeta para extraer y colmar sus metrópolis. En nombre de una religión, de un monarca, un jefe político, una raza superior, con el fin también de clasificar a la humanidad, entre civilizados y salvajes, entre ilustrados y bárbaros, entre blancos y el resto. A pesar de que la biología nos enseñó que las razas no existen, apenas diversidad en los ecotipos, el racismo está a la vanguardia de la actividad política.

Me repugna Macron, apoyando a Tel Aviv, continuador de la grandeur francesa, genocida, entre otros escenarios, en Argelia (más de cinco millones de muertos en un cuarto de siglo), laboratorio de la tortura moderna. La de Rishi Sunak y los Windsor, herederos del imperio británico, la mayor dominación genocida de la historia que todavía honra a sus verdugos, como Wellington o su reina Victoria. La de los Habsburgo españoles, ensalzados en las escuelas, por una supuesta evangelización que aniquiló a decenas de millones de humanos de los pueblos originarios (aparentemente ciudadanos sin catalogar) en América. La del belga Alexander de Croo, fiduciario de aquel sátrapa llamado Leopoldo, que provocó más muertos en África que los nazis en la Shoah. La de Erdoğan, que sigue negando el genocidio armenio mientras bombardea al pueblo kurdo.

Me conmueven relatos como el de Anne Frank, pero me llenan de desasosiego, en mayor medida, aquellos que nunca se pudieron escribir, que no supieron de los signos del abecedario y que fueron inutilizados porque eran los «niños perdidos» del país de «nunca jamás». Me molestan aquellos que, desde un sofá mullido, recuerdan el holocausto para justificar un «derecho a la defensa» que no es sino una agresión racista y neocolonial. Que emulan a la tragedia de Auschwitz, horror de horrores, sin reivindicar por molestos a otros gaseados: prostitutas, prisioneros, homosexuales y miembros del pueblo gitano. Hasta en la muerte también hay categorías.

Me disgustan aquellos que desde sus delegaciones mediáticas como forjadores de opinión adoptan una postura supuestamente equidistante, pero que, finalmente, dividen los conflictos como si nos encontráramos en la antigua Persia, los seguidores de Ormuz (el espíritu bueno) y Arihman (el malo). Criminalizando, en este caso, a los seguidores de Hamás, electos en Gaza por cierto con mayoría absoluta (luego se deshicieron de sus opositores), tal y como la tuvo Aznar cuando, junto a Blair y Bush, invadió Irak, más de un millón de muertos según el ORB. Con la máxima de «el enemigo de mi enemigo es mi amigo», Tel Aviv promocionó a Hamás para deshacerse de Al Fatah de Jassir Arafat. Pero como el ISIS, impulsado también por Tel Aviv, Londres y Washington para reventar Siria, los diseños estratégicos se volvieron autónomos.

Desde mi pedestal occidental, Hamás no tiene mi simpatía. Sobre todo, desde que apoyó el ataque contra los kurdos en el cantón de Afrin, en Rojava, en el norte de Siria, ese proyecto que intenta construir la utopía, lejos de estándares religiosos, machistas y de beneficio económico, sin aliados. Pero, ¿cómo tipificar en el bando de Arihman (el espíritu malo) a miles de adolescentes y jóvenes de Gaza que no han tenido otro escenario que el de la muerte a su alrededor, que no conocen los perfumes, sino el olor a pólvora y a cadáver, que han crecido enterrando a sus familiares? No me atrevo a ser juez, siquiera de opinión.

Me duele la vida en Gaza, en Cisjordania, como me duelen los cinco millones de muertos en las minas a cielo abierto Kakuzi Biega, en el Congo, violaciones en masa, esclavitud infantil, niños soldado. También, los 108 millones de desplazados en el planeta, según Acnur, por esa vulneración constante de unos derechos humanos, validados por Naciones Unidas, que no son sino papel mojado. Me duele esa guerra que ya va para los diez años, que comenzó Kiev en Dombás y ahondó Moscú. Esa reciente invasión de Azerbaiyán y la consiguiente capitulación de Nagorno-Karabaj. Me duele Haití ingobernado, la persecución de la mujer en Afganistán, los tres millones de niños que mueren anualmente por desnutrición.

Pero hoy, más que nunca, me duele Gaza. Me desazona esa biografía coloreada cuando la víctima pertenece al ficticio bando de Ormuz, con el sufrimiento añadido de sus familias en portada, sensación transversal en cualquier comunidad, y, en cambio, se convierte apenas en una cifra cuando el muerto es catalogado como baja y más tarde engrosará una estadística. Me duele Gaza porque me duele este mundo injusto. Y porque, como escribió Joseba Sarrionandia, «el mundo debe formar parte de nosotros, si queremos formar parte del mundo».

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