Antonio Alvarez-Solís
Periodista

Michihito

El peligro más agudo que conlleva la creciente robotización consiste, creo, en el menosprecio creciente de la persona humana para la superación de sus escaseces, especialmente de las morales.

El distrito de Tama, una de las treinta y dos alcaldías que posee el área gigantesca de Tokio, no ha conseguido que Michihito Matsuda llegue a alcalde al conseguir solamente 4.013 sufragios frente a los 34.000 que logró su contrincante. Michihito es el primer robot que se presenta a unas elecciones. Tras la consulta Michihito no ha hecho ninguna clase de declaraciones a la prensa, no se sabe si por discreción o porque sufrió un cortocircuito.

Quizá mucha gente se eche las manos a la cabeza ante esta nueva clase de aspirantes a gobernar, pero los españoles ya sabemos algo de fantasías al contar con Ciudadanos. Ahora mismo el señor Rivera, con patente de inventor, ha ofrecido la alcaldía de Barcelona al ex primer ministro francés señor Valls, con lo que el señor Valls puede convertir en residencia veraniega el palacio municipal barcelonés. Me gustaría apercibir al señor Rivera con una canción del tiempo de mi infancia, que decía a la letra: «Si vas a París, papá/cuidado con los apaches./ Si en juerga de taxis vas/ procura salvar los baches…». En cualquier caso uno no deja de asustarse ante sucesos tan descomunales, como diría don Quijote. Y ahora volvamos a Michihito.

Los padres de Michihito, los señores Matsuda y Murakami, han publicado su desilusión por el fracaso en las urnas, ya que Michihito tenía como objetivo fundamental acabar con la voluminosa corrupción presente en las calles de Tama. Ahora bien, yo no sé si es preferible la corrupción humana a que un ser con alma de cables e «inteligencia» instalada pueda alcanzar nada menos que el poder político. El sentimiento, la conciencia, las emociones, la duda y la bondad, por ejemplo –lo que supone la columna vertebral de la hombredad como define Zubiri–, no pueden generarse ni siquiera organizarse en un robot, aunque sea de muy buena familia o incluso de una familia piadosa. Desde los albores de la humanidad nacemos con una intendencia religiosa de la que forma parte preeminente una emoción o curiosidad sobre el «más allá» que en teología suele explicarse como dotación exclusiva del ser humano y que no puede producirse por la robótica, que es intrascendente. Quizá Michihito sea un buen sintoísta, como son sus padres, pero el sintoísmo y el budismo son estrictamente una forma social de vida que puede introducirse en un robot como programa, pero sin procedencia metafísica. La misma libertad constituye una desiderata humana que nace con el ser como condición «sine qua non» para que el ser pueda serlo. La libertad no es una substancia robotizable sino una dimensión innata del espíritu que, incluso, no tiene nada que ver con un factor tan esencial como es la evolución. El hombre está impulsado, además, por necesidades que le interrogan, que le constituyen desde su infancia y a las cuales responde con una voluntad genuina ¿Y qué decir del dolor moral, que es mucho más que una expresión ingrata del proceso biológico? ¿Acaso siente ese dolor Michihito cuando su juego de energías sufre un descalabro? En el momento en que surge ese dolor la respuesta brota de una reserva asimismo moral que nos conduce a una acción correctora no registrada en un diseño previo de posibilidades. En ese momento sufriente se revela la función de la libertad en nuestra mente y el corazón nos revela lo que es justo y necesario. Concluyamos: el mal que nos maltrata apronta la visión del bien con que recomponer la vida auténticamente humana. La búsqueda de ese bien impulsa la creación de mecanismos de defensa que en el ámbito social suelen cristalizar en leyes y en el ámbito personal funcionan como decisiones. Este carácter de la ley como defensa de los desajustes colectivos exige, sea dicho de paso, que la ley se mueva por una voluntad crítica a fin de dotarla de la debida flexibilidad, ya que el bien que dicen proteger tiene un desarrollo histórico. Tengamos esto último muy en cuenta, porque las leyes pueden degenerar en corrupción si impiden un momento necesario de dinamismo moral ¿Caben tan sutiles dinámicas en un robot?

Y cómo fabricar robóticamente ese principio motor innato que es la admiración y que según Piaget hace que el niño, y transcribo del maestro Cabada Castro, «empiece a sentirla por su madre en los primeros estadios de la existencia? El niño a los dos o tres años se interesa ya por el origen de si mismo, de sus padres y de las cosas que le rodean». Parece tratarse –dice el psicólogo alemán B. Grom– de «la primera intuición global de una total dependencia de origen metafísico». Sócrates afirmaba que el principio de la filosofía es la admiración, «pues no hay otro principio de la filosofía sino éste». ¿Y verdaderamente qué posibilidades hay de que el robot cambie su finalidad mediante el surgimiento de la admiración? El robot percibe, de acuerdo con su diseño, y reacciona en línea, pero no funciona a impulsos de la admiración.

Michihito no puede sustituir al político. La política es una herramienta de la libertad, o debiera serlo, que opera más allá de las fronteras trazadas robóticamente. Una cosa es la ayuda robotizada para resolver operaciones y, otra, la decisión creativa «ab initio». Depende como se fabrique el contenido del robot. En cualquier caso cabe indicar el inicio de ese juego maquinal en la modesta máquina registradora de nuestros abuelos. No es necesario levantar tanto el vuelo científico o técnico. Incluso cabe introducir la falsedad en un robot.

Lo que siempre me sorprende es que el cientifismo avanzado o simplemente el vigoroso tecnicismo, tan brillantes de saberes materiales como pobres de sabiduría, se enfrenten hoy victoriosamente a las creencias religiosas tachándolas de inservibles e incluso engañosas. Cierto es que el dogmatismo religioso debería subordinarse en buena medida a la libre emoción de lo trascendente que es base del sentimiento moral más profundo y de la esperanza con que parece venir equipado el ser humano, pero sustituir ese dogmatismo castrador, que quiere administrar la luz, por un dogmatismo exquisito que ha decidido embotellarla en la lámpara, me parece un modo de cambiar las orejas por el rabo, según establece un proverbio de mi tierra asturiana. Ese dogmatismo también castrador en infinidad de aspectos no parece conducir al engrandecimiento del hombre. Como dice otro refrán, esta vez aragonés, creo, establece que «poco adelanta un perro con un cantazo». Cuando nos expulsaron del paraíso nos entregaron la tierra, según establece tan bello mito, con un certificado muy exacto sobre el origen de la vida humana y ahora andamos firmando acuerdos con la serpiente para divinizar Silicon Valley. A mí me gustaría conocer que piensa Michihito de esta cuestión.

El peligro más agudo que conlleva la creciente robotización consiste, creo, en el menosprecio creciente de la persona humana para la superación de sus escaseces, especialmente de las morales, o lo que es lo mismo, el trueque del alma por la matemática del juego para entretener la vaciedad inverecunda en que hemos sumergido el espíritu. El robot se convierte en antropófago si se le permite rebasar su función auxiliar, cosa que los padres de Michihito han pretendido al postularle para político. Añadamos que cuando el robot es humano, cosa que existe, la catástrofe y el crimen resultan inevitables.

Las pretensiones de poder están recargándose de tal forma que esas pretensiones ya no son «de qué» sino «para qué»; han rebasado el marco ético de la realización encaminada al desarrollo humano para tornarse armas de asalto a la riqueza colectiva. Lo siento porque Michihito me inspiraba una cierta ternura muy próxima a las evanescencias infantiles.

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