Joseba Garmendia
Profesor de la UPV/EHU

Modas y marketing

La academia tiene tendencia a generar marcos conceptuales y analíticos diferenciadores que actúan como identificadores de marca para delimitar y proteger espacios de investigación apropiables y perdurables en el tiempo, y que les dote de apariencia innovadora, mediante las cuales competir, justificar líneas de investigación, adquirir reconocimiento y prestigio y recabar fondos. Así, se observan tendencias que remarcan y acentúan los aspectos diferenciadores, en lugar de adoptar una postura de honestidad intelectual que admita los espacios de coincidencia y los aportes de investigadores precursores.

La historia de los estudios sobre innovación y cambio tecnológico resulta sugestiva. En la década de 1950 economistas como Abramovitz y Solow se percataron de que los modelos de crecimiento económico clásicos, cuyas variables explicativas principales eran los factores productivos de trabajo y capital, apenas alcanzaban a explicar una parte exigua de la evolución económica de Estados Unidos de América. La parte no explicada por esos modelos fue atribuida al cambio tecnológico, y se denominó como el «residuo de Solow» o la «medida de nuestra ignorancia». Según estimaciones de la época, este factor residual alcanzaba a explicar hasta el 88% del incremento de la productividad del trabajo o el 50% del crecimiento del PIB durante la primera mitad del siglo XX.

Para salir del paso añadieron al esquema clásico una variable más, llamado cambio tecnológico, que resultaba exógeno y ajeno a la propia dinámica económica. Era como maná caído del cielo que generaba incrementos del PIB. Lógicamente, considerar que el factor más importante fuera residual y no se viera afectado por las leyes de la demanda, de la oferta, de la producción y las dinámicas y fenómenos de los mercados, no iba a aguantar mucho tiempo sin enmienda. De este modo surgieron los llamados modelos endógenos de crecimiento económico donde diversas variables asociadas al progreso tecnológico y que se determinaban dentro de la lógica capitalista se incorporaron a los modelos. Hubo una carrera por determinar esas variables: el learning by doing (aprendizaje mediante la actividad) (Arrow), la inversión en I+D (Romer), el capital humano (Lucas), las externalidades pecuniarias y tecnológicas (Krugman), capital emprendedor (Audretsch), capital social (Putnam)... Como apuntaría el propio Solow en 2007, demasiadas explicaciones para el mismo fenómeno. Habría que esperar a la corriente evolucionista para que la profesión económica superase la «ordenanza autoimpuesta para no investigar demasiado en serio qué sucede dentro de la caja negra del cambio tecnológico», y analizase la complejidad, el carácter interactivo, sistémico y dependiente del entorno que presenta el proceso innovador.

La academia tiene tendencia a generar marcos conceptuales y analíticos diferenciadores, sobre todo nominalmente y en menor grado sustancialmente, que actúan como identificadores de marca para delimitar y proteger espacios de investigación apropiables y perdurables en el tiempo, y que les dote de apariencia innovadora, mediante las cuales competir, justificar líneas de investigación, adquirir reconocimiento y prestigio y recabar fondos. Así, se observan tendencias que remarcan y acentúan los aspectos diferenciadores –que no pocas veces resultan matices parciales que alimentan debates escolásticos, o especificidades locales–, en lugar de adoptar una postura de honestidad intelectual que admita los espacios de coincidencia y los aportes de investigadores precursores.

Ocurre con los modelos sistémicos de desarrollo e innovación, como los polos de crecimiento, los distritos industriales, los sistemas productivos locales, los milieux innovateurs, los clústers, los polos competitivos, los sistemas regionales de innovación o los learning regions, y con las distintas políticas asociadas a estos modelos conceptuales, como la política de clústers, las estrategias regionales de innovación, las estrategias de especialización inteligente en investigación e innovación (RIS3), la open innovation o las políticas de innovación orientadas por misión. Todos estos modelos enfatizan cuatro aspectos importantes: la importación de acción pública, el papel del territorio con agente transformador (y especialmente las escalas subestatales como las regionales y locales), las actuaciones colaborativas en red, y las políticas específicas sectoriales o verticales (en un marco general de abandono de la política industrial sectorial por políticas horizontales). No obstante, muchas veces subrayan sus diferencias y son utilizadas como instrumentos para el marketing, generando a veces relatos vacíos con pura palabrería.

Ocurre también en el ámbito del desarrollo territorial, por ejemplo, con el paradigma neoendógeno; o en la esfera de la economía social con los términos de economía social y solidaria, o economía social transformadora.

Las modas y la utilización del marketing para generar marcas distintivas abundan también entre los modelos de gestión empresarial desde finales de la Segunda Guerra Mundial. Así podemos encontrar modas sucesivas nucleadas en torno a conceptos como la formación para el trabajo en equipo, los equipos autodirigidos, el marketing interno, la participación en beneficios, diversos mecanismos de incentivación colectiva –vía beneficios o acciones–, los círculos de calidad, la gestión de la calidad total (TQM), el modelo EFQM, la dirección por objetivos, la dirección por valores, la responsabilidad social corporativa, la planificación estratégica, la adaptación estratégica, las técnicas japonesas (just in time, Kan-Ban...), el nuevo estilo de relaciones, el modelo inclusivo de empresa... Curiosamente, estas propuestas, cada una de ellas innovadoras en su momento, no sólo mantienen coincidencias significativas en cuanto a la polivalencia, multifuncionalidad, participación e implicación de los trabajadores, también muestran una convergencia implícita en relación al modelo de gestión y a los principios de las empresas cooperativas.

En el terreno de la política y de la contienda electoral este fenómeno se agudiza. Ejemplo ilustrativo: un partido, fuera de su programa electoral, acaba de prometer que la industria y los servicios avanzados representen más del 40% de la economía vasca (en el titular de su página web dice «objetivo de país una industria que supere el 40% del PIB»). La cuestión es que hace cuatro años se comprometió a que la industria representara un 25%. En 2016 el peso de la industria era el 21,93% del PIB, y en 2020 supone un 21,42%. Dado que el compromiso de hace cuatro años no se ha cumplido ahora se maquilla introduciendo los servicios avanzados sin concretar qué abarcan y qué no. Más allá de detectar la falta de rigor en el marketing, se debe procurar una sana aptitud para separar grano y paja, entre otros, en todo lo referido a la grandilocuente Industria 4.0.

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