Paco Roda
Trabajador social

Muertas y más muertas

Y siguen muriendo, sin tregua, sin piedad, casi ya sin hueco en la memoria, sin apenas resuello entre una y otra. Mueren las mujeres a manos de desalmados enfermos, chulos engreídos y matones frustrados. Incluso a manos de honorables, heroicos, reconocidos, decentes personajes de impoluto currículum e incluso funcionarios del cielo y el infierno.

Mueren y mueren y vuelven a morir sucumbiendo asesinadas por machos alfa y beta que se creen propietarios de sus víctimas hasta la última expiración. Revientan asesinadas de formas diversas pero siempre desangradas por rituales crueles, alevosos, premeditados, como si antes del crimen, este verdugo desquiciado quisiera dejar patente su marca para que todos se enteren de con quien se la juegan. Y unas veces, las menos, en un arrebato de falsa fidelidad con ellos mismos se quitan de en medio. Como queriendo autoajusticiarse en un mar de locura. Mueren las mujeres y sus hijos, como si detrás de esta sangría descontrolada se escondiera una enfermedad maldita que necesita ser expiada en un baño de sangre. Y mueren día a día, sin avisar, sin saber cada una de ellas que este puede ser su ultimo día. Y mueren en una sociedad cargada de leyes, razonamientos, cursos y recursos, medios y gentes dispuestas a no dejar pasar una. Todo lo que usted quiera y más. Pero que todavía no ha enfrentado al problema como es debido. Y usted me dirá que coño es eso de «como es debido». No lo sé. Lo que sé es que así vamos incrementando esa lista ensangrentada que nos avergüenza día sí día también. Y sí, creo que no se está resolviendo bien porque los que tienen posibilidad real, es decir, poder con mayúsculas para cambiar modos, maneras, actitudes, criterios, leyes, estrategias, dinámicas e ideas, todavía no lo tienen claro. O quizás no lo quieren tener. Porque esto es un problema de Estado. Más aún, de sociedad, de maneras de encarar la vida. Porque se trata de una cuestión de vida o muerte.

No digo, ni dejo de reconocer, que se estén dando pasos. No digo que los gobiernos autónomos, especialmente el vasco y el navarro, no tengan voluntad de hacer algo decente y que se note. Pero intuyo que semejante problema exige un abordaje en toda regla. Algo serio y contundente. Algo de rompe y rasga. Y sí, se están desarrollando intervenciones desde los sistemas policial, legal, judicial, educativo y progresivamente en el sector de salud. Pero pese a los notables avances, creo que sus estructuras reproducen los mismos estereotipos de género y las normas prevalentes que generan, en última instancia, la violencia contra las mujeres. O lo que es lo mismo, también allí se reproducen esquemas de dominación masculina y patriarcal. Falta elaborar discursos psicopolíticos consistentes, radicales, que vayan al fondo de nuestras miserias humanas, de nuestros más íntimos deseos de dominación entre sexos para desenmascararlos, rastrear en la complejidad social de nuestras relaciones patriarcales y machistas y explicar las parábolas que describen nuestros argumentos de clase y de género cuando hablamos de este drama. Por ejemplo. El otro día, un editorial de prensa decía que los maltratadores que asesinan a sus víctimas y luego se suicidan lo hacen porque son incapaces de asumir el castigo que les espera. No es cierto. El suicidio de un asesino maltratador no significa la redención de sí mismo o de la víctima. El agresor suicida tampoco tiene reparos por la sanción social, el juicio público o la cárcel. Lleva años ejercitando su violencia sin cortarse un pelo. Los maltratadores que se suicidan lo hacen porque su vida, después de haber consumado el asesinato, ha perdido sentido, porque el sometimiento y la violencia ejercida contra otro ser humano constituían su referente vital. Y esto era lo único que le otorgaba significación personal a su existencia. Un maltratador suicida es un asesino por partida doble. Porque después del asesinato es incapaz de seguir viviendo sin seguir dominando y explotando a la víctima. Porque se queda sin objeto de extorsión.

Por eso hay que aclarar de una vez por todas que ellas son las víctimas de una desigualdad de clase y de género; sin ningún género de dudas. Y esto es lo importante. Convenir que no es solo un problema cultural, de degeneración social, sino un problema de poder-despoder y de desigualdad de las mujeres con respecto a los hombres. Solo así se explica que cada día 2.000 puteros en Navarra, según un informe realizado recientemente por Paula Mauro, de Médicos del Mundo en Navarra, ejerzan su falocrática dominación sobre mujeres desposeídas incluso de su propio cuerpo. Mujeres que tal vez estén entre las próximas víctimas. Y sé que esto no es nada fácil, porque hay gente que no quiere que se llegue a acuerdos entre los poderes políticos, legislativos y judiciales para enfrentarse a una numerosa banda de asesinos disfrazados de honrados ciudadanos. Pero lo cierto es que ellas siguen muriendo. Como si a medida que se tomaran medidas, estas se volvieran contra las víctimas. Y eso ya exige una solución inmediata. Aunque sea costosa, ardua, difícil de plantear y arriesgada por cuanto tal vez necesite revisar ciertos criterios judiciales y políticos. Y más aún, reconsiderar el sistema económico de producción, consumo y relaciones entre hombres y mujeres. A este gobierno, al de las Españas en bancarrota y los periféricos, empezando por los más cercanos, les toca dar el do de pecho y meterle mano a una cuestión de Estado. Porque miles de ellas padecen un inmenso terror. Y ese terror es la consecuencia de un infinito silencio, un silencio más impresionante que el estruendo del trueno que cada día esperan sobre sus cuerpos.

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