Antonio Alvarez-Solís
Periodista

Muerte de la sutilidad

¿Ese es el mundo de la globalización? Pues sus restos insepultos, repito, apestan. Y el nuevo Carlomagno no acaba de aparecer porque carece de lugar desde el que partir.

Pasear por la historia, sin prisas y con las manos atrás, lleva a la detección sutil, entre otras cosas, del triste fondo de barbarie con que se acaban las civilizaciones. Quizá esté absorbido por la idea de que vivimos un gran sepelio político universal, pero cuando uno ha coleccionado casi un siglo cuenta con bastante información y mucha paciencia para ir entendiendo el presente.

Y desgranado este exordio ante mis lectores, que algunos he de tener ya que puede ser entretenido ver a un anciano practicando acrobacias analíticas en el disparatado circo de los acontecimientos, voy directo a lo que me ocupa en estos últimos días.

Hablo de la barbarie en política, que está alcanzando unas profundidades sugestivas en las reuniones internacionales que cada vez me recuerdan más las citas a ciegas o el juego de naipes de las siete y media.

El recién finalizado encuentro del G7, reunión de poderosos que manejan el 67% de la riqueza mundial, ha revestido caracteres de picardía o enredo de tasca con empleo del correspondiente muestreo de navajas. El G7 había nacido en el marco de una diplomacia acontecida con una discreta sutilidad que vestida de traje oscuro, esmoquin o chaqué, según la hora, procedía a planear con una cierta discreción los asesinatos de los pueblos débiles y a organizar las reparadoras exequias posteriores. Como escenario de tal liturgia se elegían elegantes enclaves ya suizos, ya norteamericanos, ya de alguna vieja potencia europea. Allí se hacían las oportunas cuentas y se daba noticia de ellas a unos periodistas ilustrados y discretos. La protección policial era severa e incluso cruel, pero apropiada a la altura de la reunión. El mundo del poder se revestía de pontifical para realizar los sangrientos sacrificios acostumbrados.

Pues bien, todo este ceremonial ha sido substituido por un encuentro zafio en que las bofetadas se han escuchado desde una calle asimismo golpeada con contundencia. El lenguaje periodístico ha cumplido su labor con la misma rudeza, tanto en el relato del gran suceso como en el pobre discurso teórico empleado.

Conste que no me duelo de la pérdida de nivel en una reunión que he detestado siempre, porque siempre he sido rojo, radical o anarquizante antisistema. Lo que si reclamo es que se me ejecute con dignidad y derecho a un discurso respetable ante un paredón apropiado y con alguien que me absuelva ante la eternidad dispuesta para acogerme.

El desprecio inferido en el sur de Francia a la mayoría del género humano no puede liquidarse con titulares noticiosos sobre los «grupos de izquierdistas» vapuleados por el «orden» dirigido por el Trump que tras su puesta en el juego coloca un revólver sobre las cartas. Un revólver o un «moro», como suelen llamar en la esferas conservadoras a todo ser de piel más o menos oscura. Esta vez al Sr. Trump le ganó en la carrera escénica el joven y revoltoso presidente francés al invitar al alto representante de la diplomacia iraní a tomar el té en el Biarritz de la fineza gala a fin de evitar un mal escape del petróleo persa hacia los oleoductos rusos. ¿Esa tuna fue bendecida por Washington o no fue bendecida por la Casa Blanca? ¿Fue un juego del pequeño «nieto» o una sólida tentación de pecador? Si lo último, no le veo futuro a esa media luna de miel.

Ahora, finalizadas esas maniobras paramilitares, y ya recobrados «la quietud y el seso», el Sr. Trump ha regresado a Washington para examinar los deberes del Sr. Bolsonaro en Latinoamérica, al que ha encargado reducir el incendio en la Amazonía y Buenos Aires y comprobar la solidez del muro de las lamentaciones mejicanas.

¿Y qué decir de la Europa «triste y sola» de mi tuna? Europa «ahí», como diría Heidegger. Merkel hace sus cuentas sobre el abismo de una sociedad con el corazón puesto en el Nido del Águila; Macron trata de reanimar a De Gaulle; Italia se entrega a la caza de emigrantes de su África perdida; España observa como muchos gobiernos autonómicos despliegan sus «top manta» para vender votos baratos a la Moncloa; el Reino Unido practica el boca a boca a una Commonwealth de recuerdo y ceremonia; los eslavos se asoman a la trastienda europea; Rusia sueña unos zares surgidos del vientre de alquiler comunista; Polonia reza todos los días al Papa armado; Latinoamérica resucita a los estancieros de la nueva leyenda negra. Y en la lejanía China, con sus fauces abiertas a las vera del Japón callado.

¿Ese es el mundo de la globalización? Pues sus restos insepultos, repito, apestan. Y el nuevo Carlomagno no acaba de aparecer porque carece de lugar desde el que partir.

Algún día el rayo surgirá de la cueva para llegar hasta la cumbre. Pero mientras tanto millones de personas demandan un poco de elegancia en la espera del ángel; un tránsito en que el emperador que hizo cónsul a su caballo no sea rubio-preto y proceda a peinarse como Dios manda. Un emperador que nos invite a pan y circo y nos deje al menos bajar o subir el dedo.

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