Júlia Martí Comas

¡Necesitamos un tren que funcione!

Ojalá las movilizaciones por el clima que vienen logren llegar a toda esta gente. Ojalá que, igual que las huelgas convocadas por el movimiento feminista lograron que mucha gente se reconociera feminista, ahora consigamos que toda la gente a la que la palabra ecologista aún le rechina, pueda encontrar su hueco en la lucha contra la crisis ecológica.

Una vez más –desde hace tiempo es más la regla que la excepción–, el tren de Karrantza nos deja tiradas. Ya nos hemos acostumbrado a llegar tarde, mareadas, enrabiadas con los que desde un despacho de Bilbao o Madrid han decidido olvidarnos. Me siento en el bus y, mientras miro fijamente a la carretera para no marearme, me vienen a la cabeza todos estos políticos que empujados por las movilizaciones de la gente joven se están apresurando a declarar emergencias climáticas y a farfullar lo preocupados que están por el cambio climático.

Supongo que el goteo de declaraciones va a ir a más en las próximas semanas –quizás hasta se les sumen grandes empresarios y banqueros–, cuando se vean obligados a reaccionar ante las movilizaciones mundiales por el clima que se preparan para la semana del 20 al 27 de setiembre. Y bueno, en parte es una buena señal, ¡por fin nos damos cuenta de que nuestra casa está en llamas y de que tenemos que reaccionar urgentemente! Aunque seguimos sin tener nada claro cómo responder.

Y a mí, ya completamente mareada y con ganas de llegar a casa, lo que me preocupa es que una vez más la respuesta y las consecuencias de la crisis climática las paguemos las de siempre. En este tren averiado, viajamos mayoritariamente mujeres, gente joven y gente mayor, y muchas migrantes. Gente que, aunque quisiéramos, no podríamos ni acercarnos al nivel de consumo e impacto ecológico que tiene la élite política y económica. Así que, si es verdad que por fin se toman en serio lo de reducir el consumo, el gasto energético y la contaminación, estaría bien que esta vez quienes se apretaran el cinturón fueran otros.

Por nuestra parte seguiremos defendiendo el transporte público, utilizando el tren a pesar del maltrato diario para que no nos lo acaben de cerrar del todo. Porque, mientras unos se llenan la boca con grandes declaraciones de buenas intenciones, mucha gente se enfrenta diariamente a la crisis ecológica, sufriendo sus consecuencias y defendiendo otras formas de vida que, aunque no tengan sello ecológico, muestran mucho mejor el camino hacia una sociedad sostenible que los nuevos supermercados eco que proliferan en las ciudades.

Pienso en mis vecinas karranzanas que han mantenido rebaños de ovejas que cuidan pastos, conservan el paisaje y capturan CO2, aunque no tengan ninguna rentabilidad en este mundo en el que todo se mide por el dinero; en las activistas por una vivienda digna y contra la pobreza energética que mientras frenan desahucios y cortes de luz reclaman una transición energética que les cierre el grifo a las grandes empresas energéticas y no a los hogares; en las defensoras latinoamericanas o africanas, que después de ser expulsadas de sus territorios por multinacionales españolas, cuando llegan a nuestras fronteras se encuentran las puertas cerradas y trabajos de miseria; en los trabajadores de la naval en Sestao, que en la lucha por defender sus puestos de trabajo pedían la renacionalización, lo que hubiera permitido buscar un futuro sostenible para la empresa y todo el trabajo que genera; en las mujeres que cuidan, que a pesar de desempeñar un trabajo imprescindible y sin ningún impacto climático lo hacen en condiciones de explotación; o en todas las luchas vecinales que defienden los barrios frente a la especulación y la contaminación.

Ojalá las movilizaciones por el clima que vienen logren llegar a toda esta gente. Ojalá que, igual que las huelgas convocadas por el movimiento feminista lograron que mucha gente se reconociera feminista, ahora consigamos que toda la gente a la que la palabra ecologista aún le rechina, pueda encontrar su hueco en la lucha contra la crisis ecológica. Y eso pasa por dejar de lanzar mensajes culpabilizadores, de cambio personal, y empezar a buscar soluciones colectivas. La gente de Karrantza no necesitamos que nos digan que debemos utilizar el transporte público, necesitamos un tren que funcione.

El potencial de la huelga feminista fue convertir, aunque solo fuera por un día, los problemas individuales en colectivos. ¿Si dejo de cuidar, de limpiar, de trabajar, qué pasa, quién se encarga, cómo resolvemos estas necesidades de forma colectiva? Ahora nos toca pensar de forma colectiva cómo respondemos a los límites del planeta. Sabemos que habrá actividades, trabajos, transportes que tendrán que desaparecer, pero ¿cómo los hacemos sin que se convierta en un «sálvese quién pueda»? ¿sin que nadie sienta que el ecologismo quiere quitarle el coche y el trabajo sin ninguna alternativa? La intervención estatal será necesaria, para recuperar trenes, transformar industrias y dignificar los trabajos necesarios; pero desde los pueblos y barrios también tenemos mucho por hacer, empezando por vacunarnos contra los que dicen que podemos mantener nuestro nivel de vida expulsando a las que sobran y buscando alternativas que no dejen a nadie atrás.

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