Iñaki Egaña
Historiador

¿Negociando?

La ruptura del Gobierno de Israel de las supuestas negociaciones que se estaban realizando en Qatar a cuenta de una tregua a cambio de rehenes, nos ha dejado la excusa para activar de nuevo la tormenta perfecta. La reanudación de los bombardeos y masacres hacia Gaza. El pretexto mediático de Netanyahu y su jefe de inteligencia, David Bermea, no sostiene más que el impulso sionista de la venganza y una nueva ocupación. Tres de los rehenes –una mujer y dos niños– no fueron canjeados. La razón de ese revés estaba en sus propias filas: habían muerto en los bombardeos del Ejército israelí. Una posibilidad probablemente marcada por el sionismo antes del encuentro de Qatar. Lo que me induce a pensar que el acontecimiento se podría calificar técnicamente como una operación de falsa bandera.

La descalificación previa a eso que genéricamente conocemos como negociación se ha vuelto a repetir en el caso de los acuerdos de investidura entre Junts y el PSOE para formar Gobierno. Uno de los flecos del compromiso anunciaba la intermediación de un agente externo que avalara el cumplimiento de los acuerdos entre ambas partes. La Fundación Henri Dunant absorbe el nombre de un empresario y filántropo suizo que en 1901 recibió el Nobel de la Paz y que había sido uno de los cinco fundadores de la Cruz Roja. La filtración del nombre del intermediario, conocido por sus siglas CHD (Centre for Humanitarian Dialogue), ya ha sido estigmatizada: medió en el intento de negociar con ETA en Oslo, que Rajoy frustró por inasistencia e inspiró a la organización vasca, posteriormente, a conducir un proceso de desarme unilateral. Para el Estado profundo hispano, externalizado en sus testaferros de prensa, televisión y redes sociales, el CHD, a pesar de su solvencia internacional, es ETA. Y de esa forma, convertir una eventual negociación en un trámite anticipadamente contaminado.

Tengo la impresión, y la perspectiva permite ponderar los hechos de manera sosegada, ampliando los contextos que en caliente se esconden en la invisibilidad, que la mayoría de los procesos negociadores en los que el Estado español se ha visto implicado con el contencioso vasco no han sido sino cortinas de humo y que, en la realidad, se trataban de estrategias de derribo y acoso. En el conflicto Israel-Palestina se ha visto notoriamente que, en ese caso, no fueron la mayoría, sino la totalidad. Principiando por la grande, la conversión en papel mojado de los Acuerdos de Oslo de 1992, entre Tel Aviv y la OLP, con el objetivo de marcar una solución permanente.

Sin hacer una lista de agravios, antes de retomar el presente quiero recordar un par de fiascos históricos que tuvieron el apodo de «negociación». El primero el Abrazo de Bergara, que puso fin a la Primera Guerra carlista. Con la firma, el diario londinense “The Times” señaló: «En cuanto a los fueros, desde luego que el Gobierno de la reina con la aprobación de las Cortes no tendría dificultad en prometerlos por su honor, porque sabe que con su honor nada compromete». Dos años más tarde, las previsiones se cumplieron y los Fueros fueron abolidos a pesar de lo prometido por la monarquía española, dejando su honor en el lugar que había apuntado el periódico inglés. La mayoría de los batallones carlistas se lo habían olido porque marcharon al exilio, al conocer que el punto relativo a la amnistía expiró en apenas dos semanas.

El segundo y último apunte histórico fue el firmado por el EBB del PNV en Santoña, en verano de 1937, cuando el acuerdo implicaba el fin de la guerra para el Ejército vasco, a cuenta de respetar la vida de los milicianos y facilitar la evacuación hacia el exilio de los batallones. No cristalizó, sin embargo, ni una, ni la otra opción. A partir de la primera semana de la firma, 371 gudaris, acantonados en varias localidades cántabras, fueron ejecutados. Y los acorazados franquistas comenzaron a bombardear a las embarcaciones que se echaron a la mar.

En épocas recientes, con gobiernos de Adolfo Suárez, Felipe González o Mariano Rajoy, la estela «negociadora» mantuvo la misma naturaleza histórica. Ya en aquellos primeros contactos entre polimilis y Ángel Ugarte, entonces uno de los jefes de los servicios secretos hispanos, y que implicaba una tregua tácita mutua, la Guardia Civil mató en Itxaso a dos militantes de la organización, Nicolás Mendizabal y Sebas Goikoetxea. En la década de 1980, mientras la X del Gobierno socialista estaba gestionando los GAL, Felipe González envió a Andorra a Enrique Rodríguez Galindo para «negociar» con ETA, que delegó en Txomin Iturbe. Más intentos de «negociación» en esos años, con delegados hispanos con pedigrí: Domingo Martorell (jefe de los interrogatorios y las torturas que provocaron la muerte de Joxe Arregi), Manuel Ballesteros (implicado en torturas y en la guerra sucia del BVE y la matanza del Bar Hendayais) y José María Rubio (comisario que dirigió la entrada policial en la plaza de toros de Iruñea en plenos sanfermines). Un sarcástico Xabier Arzalluz llegó a decir que «ha sido enviada gente a contactar con ETA que yo no hubiera ni mandado a comprar el pan».

Sobre la «negociaciones» de Argel de 1989, ¿qué decir? No lo fueron tal sino simplemente «conversaciones», a pesar del intermediario, los asesores y los notarios. Al margen de las interpretaciones, errores y aciertos en la gestión vasca, es evidente que los nuevos delegados españoles fueron los mandos intermedios y contratistas de los GAL, Rafael Vera a la cabeza. Hoy, todos ellos alineados con ese Estado profundo que exige la criminalización ad infinitum de los protagonistas en el Procés català. Con esos mimbres, ¿cuál era el objetivo de Madrid en la negociación?

Es evidente que el término «negociación» ha sido un eufemismo, en el caso de Tel Aviv y en los históricos y recientes de Madrid, para esconder una estrategia de hostigamiento por otras vías. Nada que ver con el sentido del vocablo. Por eso, atención a las presiones externas que va a sufrir el CHD.

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