Nos acostumbramos al insulto
Ya no se enseña a argumentar y en el debate público dominan la descalificación, la agresividad verbal, el insulto. Pero hoy, el ansia de tener razón de forma poco honesta −con trucos que ya desveló en su momento Schopenhauer− va cansando a los ciudadanos y nos va volviendo desconfiados.
Existe la sensación generalizada de que a la civilización de la argumentación le ha ido mal. El arte de persuadir con razonamientos parece estar pasado de moda y la habilidad para utilizar trucos dialécticos escasea. Así, se recurre al insulto, generalmente proferido elevando el volumen de la voz, incluso gesticulando y repitiendo expresiones inconexas. Para muchos es importante prevaricar, reducir a los demás al silencio, incluso mediante la intimidación. Ni siquiera el lenguaje de los políticos escapa a esto.
Por ejemplo, en los debates políticos prevalece la tendencia a discutir con insultos, con interrupciones abandonando el hilo del razonamiento. La violencia, de mayor o menor intensidad, de esta degeneración de las relaciones civilizadas normales no reside solamente en la grosería burda sino en la falta sustancial de respeto que la genera. Hasta parecería que ningún insulto dirigido al adversario político, ningún gesto o término repugnante nos escandalizara. Con todo, un amigo mío me confiesa que en los últimos tiempos, se insulta, pero sin arte, y es una pena.
Tantas veces el insulto cubre la ausencia de razonamiento. El público se divierte y luego se da la vuelta. Los insultos, incluso los más escandalosos, se desgastan cuanto más se repiten. Incluso expresiones vulgares de antaño entran en la dinámica de la erosión semántica y esto nos lleva a buscar otras expresiones que tengan una mayor carga vulgar original. Una vez en uso, éstas también se desgastan y así sucesivamente. En la historia de las lenguas, el uso incesante ha suavizado o convertido en cómicas muchas expresiones antaño insultantes.
Quizá el insulto más de moda se hace a distancia y en ausencia física. Las redes sociales también lo favorecen. Ciertos comentarios en Facebook y Twitter solo aportan bilis y veneno a la vida de los que escriben y de los que leen. Y esto infecta también la comunicación política que siempre persigue la gran simplificación, la cháchara divertida y ligera, la broma decisiva. Tal vez sea la comunicación pública en general la que corre el riesgo de reducirse a la cháchara, al discurso vacuo, apto para las relaciones superficiales e insinceras que a menudo hay que entablar para establecerse en la sociedad. El insulto es tan superficial como la charla divertida y ligera. La interacción verbal no alcanza la profundidad de una comunicación auténtica, capaz de promover cambios en las personas implicadas.
Si uno no se comunica, no se compromete ni con la razón (construyendo un discurso coherente) ni con la emoción (participando en una dinámica interpersonal). Esta profundidad humana significa que la comunicación verbal no puede reducirse a un intercambio de «información». Los jóvenes saben utilizar bien las herramientas más complejas para transmitirse mensajes «incorpóreos», pero la comunicación tiene razones internas que las herramientas no manifiestan. Para la argumentación, es esencial reconstruir la dinámica del razonamiento, especialmente en sus componentes implícitos: muchos supuestos, introducidos a hurtadillas en la discusión, escapan al análisis sumario y favorecen una determinada lectura de la situación.
Yo creo que hasta se debería reconocer la necesidad de enseñar el uso de la lógica en la vida cotidiana. La calidad del debate público es deficiente porque hemos descuidado durante mucho tiempo la técnica de la argumentación. Cabe suponer que el uso desenfrenado de insultos groseros y la falta de inclinación a razonar no son consecuencias de una revolución social o cultural. Son más bien el resultado de una carencia que ha pasado de escolástica a cultural y que ha marcado nuestra civilización. Desde hace años, además, esta carencia es evidente para los estudiosos y profesores que dedican atención en la enseñanza al análisis y la construcción de textos argumentativos.
En la comunicación verbal pública, la argumentación se practica ampliamente en Europa continental, pero aún más en los países anglófonos, en los que el legado clásico continúa ininterrumpidamente. Además, en muchos contextos, no solo en Occidente, es precisamente la crisis del principio de autoridad lo que ha favorecido un redescubrimiento del saber argumentativo tradicional: puesto que ya no se aceptan las tesis impuestas desde arriba, se emprende el razonamiento para justificar, objetar y criticar. Pero parecería que nosotros no participáramos en ello. Quizá haya poco interés por la comunicación porque ha desaparecido un requisito previo esencial: la confianza en el interlocutor y en las virtudes sociales de la argumentación.
Por un lado, se considera inútil exponer un argumento porque ni siquiera el mejor será convincente, dada la desconfianza general que se tiene del otro. Por otra parte, no se conoce suficientemente las técnicas de argumentar de manera «virtuosa», correcta. Algunas de ellas fueron bien descritas por Arthur Schopenhauer en El arte de tener razón. El mismo Schopenhauer ya aconsejaba recurrir al insulto cuando los argumentos no conmueven al interlocutor. O sugería emplear generosamente ciertos trucos antiguos que se consolidaron en las prácticas de la propaganda política y la comunicación publicitaria durante el siglo XX.
Aunque, también pienso que antes de enseñar a encontrar razones convincentes para apoyar un argumento, quizá sea necesario restablecer la confianza en una práctica argumentativa buena y transparente. Es un factor constitutivo de la sociedad y la democracia. También en la política. Y yo lo echo en falta.