Adel Alonso
Artista plástico y escritor

Paisajes olvidados. Identidad y Territorio

La historia ha demostrado que acaparar los recursos naturales conlleva la desocupación social del territorio, en forma de cambios estructurales y migraciones

La identidad es un proceso cultural en constante desarrollo. El territorio no es solamente un espacio físico, sino el lugar característico en el cual suceden las experiencias vitales y las visiones del mundo de una sociedad.

La relación que hemos podido establecer con el territorio, en cuanto espacio físico y fuente de relación a lo largo de la historia y en cuanto medio originario al que pertenecemos y que nos constituye, está en la base de nuestra identidad subjetiva. “Nos queda todavía memoria de una naturaleza íntima y primaria, que las personas crecidas en los pequeños pueblos han desarrollado con naturalidad y coherencia”. Hoy más que nunca  estamos necesitados de esfuerzos por preservar ese valor, y preguntarnos por el papel que desempeñamos como sociedad, dónde estamos y hacia dónde vamos. Del mismo modo, cómo intervenimos el medio natural en cuanto al sentido utilitario que le damos.

1. Partimos de la idea asentada de que el territorio es el lugar de la memoria, y las relaciones de pertenencia se establecen en la lucha constante entre el lugar y los intentos de habitarlo.

Naturaleza, paisaje, territorio. ¿Cómo podemos habitar el espacio sin desplazarlo, la naturaleza sin transformarla, el paisaje sin recrearlo?

Un paisaje virgen o auténtico, es ese espacio donde la naturaleza se manifiesta sin ninguna limitación, y en el que la intervención humana no ha tenido lugar. Sin embargo, la propia idea de paisaje es una construcción cultural. Como dice Florencio Zoido Naranjo, a partir de las reflexiones de E. Turri, «no hay paisaje sin mirada humana, pero tampoco lo hay si esta no se dirige al espacio geográfico o, más exactamente, al territorio, es decir a la totalidad o a parte del ámbito espacial atribuido a un grupo humano que lo ocupa, lo utiliza, le da forma y lo carga de sentidos simbólicos».

La identidad es cultural y enlaza con la historia de los pueblos y con las características naturales del espacio que se habita, sea éste rural o urbano. En este sentido podemos decir que no hay identidades naturales, sino que éstas son el resultado del proceso cultural dinámico derivado de la cualidad social, económica y política de la comunidad.

Pero nos encontramos que muchas veces no son las sociedades locales quienes eligen la deriva de su evolución, que son poderes económicos y políticos venidos de fuera quienes intervienen de forma decisiva sobre los recursos naturales, sobre los recursos humanos y territoriales, etc., y que traen como consecuencia cambios sociales, culturales y paisajísticos, al margen de las preferencias de las sociedades asentadas en el lugar.

La historia ha demostrado que acaparar los recursos naturales conlleva la desocupación social del territorio, en forma de cambios estructurales y migraciones. Actualmente el expolio de recursos está afectando dramáticamente a amplias sociedades de África y América Latina.

Sin ir tan lejos, en la historia reciente del Gran Bilbao, la Margen Izquierda y Las Encartaciones, perdura la memoria de un paisaje hollado por las labores de la minería. Es la imagen de un territorio que muestra las cicatrices de aquellas heridas abiertas y que no dejaron indemnes a sus ejecutores y forjaron su carácter. Esta evidencia de huellas sobre el paisaje se percibe hoy en una mezcla de nostalgia agridulce y una estética romántica de la ruina, pero la realidad que esconden estos paisajes va más allá de la mirada que podemos tener en el presente.

El recorrido histórico de la zona periférica del Gran Bilbao presenta todos los aspectos de integración y desintegración territorial; aquellos en que las pequeñas sociedades se desarrollaban sobre valores de integración y de coherencia medioambientales, aunque envueltos en precariedad, y aquellos que posteriormente se aplicaron sobre parte del medio natural de forma brutal en la extracción de minerales.

Esta última fase conllevó no solo un paisaje esquilmado, poblaciones humanas trasegadas de sus territorios y reasentadas… Las décadas de industrialización subsiguientes no son más que la evolución e inercia del mismo modelo desarrollista: paisaje industrial intensivo, urbes inabarcables, ciudades dormitorio, inmensas zonas industriales y de almacenes, mega-parques, hipermercados, autopistas…, en aras de un «progreso» devenido en consumo.

Dicho así parece desdeñable, respecto a la evolución y mejora de la calidad de vida generalizada, que también pudiera haberse dado sobre otras coordenadas y modelos. En la revisión histórica podemos resaltar también los valores etnográficos y patrimoniales de la época, la épica de toda una sociedad laboriosa, etc., pero suelen olvidarse las pérdidas, otros modelos de desarrollo posibles y un análisis de consecuencias.

Este modelo desarrollista se sigue aplicando en la actualidad en amplias zonas de Latinoamérica por las multinacionales. Los pueblos indígenas, a fin de preservar y recuperar el territorio histórico, ese espacio donde habita o habitaban sus antepasados, están llevando a cabo proyectos económicos y sociales por la (des/re) territorialización, con la adopción de nuevos modelos de producción basados en los propios recursos sobre programas de cooperación y sostenibilidad.

Desde hace ya varias décadas, los procesos de globalización, diseñados e impulsados por políticas neoliberales, aún más letales que las del capitalismo precedente, están imponiendo unas formas y un ritmo que no son asimilados por las sociedades locales. Unas formas y unas normas que son invasivas en espacio y tiempo, y en modelos de pensamiento y estructuración social. («El neoliberalismo es un sistema social, económico y político basado en la reducción de lo público, de los espacios, materiales y conocimientos comunes».  Jose Iglesias Gª-Arenal).

Estos cambios tecnológicos, modelos de producción/consumo y socioculturales inciden aún más directamente en la pérdida de la relación directa con el territorio en cuanto espacio natural y social. Es por esto que hoy el contacto con la naturaleza está imbuido por un instinto de huida del medio artificial urbano que nos abarca, donde vivimos cerca del 60% de la humanidad, y también por la cierta sensación de des-territorialidad y nomadismo y por un inaprensible instinto de retorno al origen. Este desarraigo conlleva el distanciamiento de lo natural y a su presumible destrucción, a una contra-relación que significa tomar la naturaleza como ente frente a nosotros y como objeto manipulable, y ahonda en la pérdida de identidad.

Derivado de la globalización económica y cultural, en las formas que el capitalismo contemporáneo impone, hemos adoptado una forma de vida basada en el consumo. Buscamos que la naturaleza y el territorio también nos sean rentables sobre diversas formas de explotación, que abarcan tanto el expolio de los recursos naturales, las formas productivas básicas y las recientemente incorporadas del espectáculo y turísticas, dependiendo de la magnitud del poder económico incidente, desde los poderes económicos transnacionales hasta el simple ciudadano de a pie.

2. Se hace necesario repensar el concepto de identidad, entendiendo que la relación con el territorio ha dejado de ser un elemento esencial en su constitución.

Los modos de vida y de residencia han cambiado. Hemos pasado del campo a la ciudad, de un territorio y de un país a otro. Cambios de lugar, cambios de usos y costumbres, cambios de afectos, de cultura, de economía, de ejercicio laboral… Gran parte de la población vivimos enmarcados en el espacio urbano. Un espacio neutro que nos contiene, donde el tiempo se impone sobre el espacio: habitamos el tiempo. Esta habitabilidad está en función de la productividad y no de lo relacional.

La propia ciudad como entidad, su centro histórico se está transformando progresivamente en periferia, en territorio artificial y lugar de nadie, donde franquicias, turistas y población flotante masiva, desnaturalizan la convivencia urbana y la identidad local.

Si la identidad se ha forjado en la síntesis de recursos naturales y sociales –traducido en recursos de fecundidad–, en la actualidad este concepto ha de entenderse a partir de la no-existencia de territorio definido, a partir del tiempo urbano y las leyes neoliberales de producción y de consumo, a partir de la permanente movilidad y las migraciones forzadas, a partir de la situación de marginalidad y dependencia en que vivimos, de las grandes aglomeraciones urbanas y, muy importante, a partir de los nuevos territorios virtuales de internet o no-lugares. Baste recordar ese mundo que nos viene, que ya está aquí, con esos vastos «territorios» llamados Google, Facebook, Amazon…, hasta le eliminación del factor humano.

El vaciamiento de la cualidad territorial del que somos objeto las subjetividades modernas, anima procesos de construcción de territorialidad en los movimientos sociales. El nomadismo es un pensar nuestro presente desde las minorías, especialmente en entornos urbanos. Los nuevos sujetos colectivos se constituyen a partir de reivindicar positivamente su diferencia, en relaciones de convivencia, en contextos locales. Identidades mestizas, multiculturalidad, okupas, migrantes, mujer, sexo-género… No es desacertada la afirmación de que «el hecho de la identidad muchas veces se plantea como autoafirmación y el deseo de diferencia en muchos casos se plantea como supervivencia».

Respecto a los otros, los consensos están basados generalmente en actos de exclusión. En cuanto a la inmigración, por ejemplo, es utilizada por determinados ámbitos ideológicos como antagónica a la propia identidad. Es interpretada como una amenaza en vez de un recurso y una riqueza, siendo una consecuencia del modelo socioeconómico aplicado; y dicho metafóricamente con palabras de Toni Morrisson, «El río, cuando se desborda, recuerda».

Los cambios desestabilizan. De algún modo estamos en una deriva, como una balsa de migrantes en el espacio de nadie, en el espacio de nada del medio del océano.

La pérdida de la relación afianzada en el territorio y el desvío de la memoria orientan una gran incertidumbre sobre la construcción de identidad en el presente. Estos aspectos parecen llevarnos a una supuesta no-identidad, fuera del marco de las propias tradiciones y al margen de los mapas físicos que dibujan los territorios. Nos encontramos abocados a transitar por espacios sociales de integración, y a componer otras memorias a partir de las vivencias, de los conocimientos particulares y las experiencias comunes. «En el presente, de una geografía de espacios limitados y jerárquicos se ha pasado a una geografía de espacios nómadas y límites difusos y permeables, espacios de movilidad» (Deleuze y Guatari).

Sobre el statu quo implantado por el neoliberalismo surgen nuevas formas de vida social como irrenunciable existencial de restauración y de convivencia. Nuevos espacios territoriales están surgiendo a través de los movimientos sociales en sus definiciones de identidad colectiva. Por tanto, se hace necesario la construcción de territorios de convivencia, sobre los valores universales de solidaridad, respeto, igualdad…

«Siempre que se tenga memoria, hay un futuro que imaginar», Miren Jaio.

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