Antonio Alvarez-Solís
Periodista

Palabras malditas

Basta analizar una palabra situándola, además, en el gesto de quien la pronuncia para conocer ampliamente la personalidad, carácter moral y nivel intelectual de quien la pronuncia. Por ejemplo la palabra «romper», que en castellano  equivale a «separar con violencia». Es la palabra básica con que la derecha española aborda el conflicto entre España y Catalunya: «No permitiremos que los catalanes rompan España». Al emplear esa locución los españoles  muestran como manifestación de violencia y odio, es decir, como delictivo, el discurso nacionalista catalán, que tiene una historia repetida de paz y de razón.

Lo paradójico de la situación es que la violencia la produce España al proceder con medios represivos excluyentes, cada vez más intensos, a instalar un sometimiento que quebranta, o pretende romper la voluntad de ser de la nación catalana, su deseo histórico más profundo. Las agresiones de las fuerzas policiales del Estado emplean la cínica inversión de la prueba. Ahora que estamos descubriendo la inmensa calidad filosófica de Spinoza, el pensador de la paz y la alegría, es bueno que recordemos esta frase suya: «El deseo  es la esencia del hombre». Señores jueces, políticos del egoísmo, dirigentes de la represión española ¿es aceptable la persecución de ese deseo? A la vista de la ira española uno se explica el invento absurdo del odio como delito, con lo que se pretende elevar a justicia el rencor más repugnante.

El presidente del Partido Popular justifica también esta  manifestación de violencia anticatalana con el empleo desnaturalizado  de otra locución igualmente abusiva y tormentosa: España, dice el mencionado presidente, puede ejercitar la  violencia anticatalana alegando que «no hay más soberanía que la española» y, por consiguiente, es obligatoria su defensa. La ofensa a Catalunya no puede adquirir más conspicuo desprecio colonial.

El aserto es, además de especioso, de una ignorancia soberbia, ya que en derecho político se entiende que la soberanía expresa el poder superior del pueblo como realidad singular, con lo que afirmar que no «hay más soberanía que la española» equivale a proclamar que en el Estado español no hay más pueblo que el español, con lo que se organiza un lío semántico y político colosal, ya que la derecha repite con asiduidad, para solventar este contrasentido de una sola soberanía y varias naciones envasadas en ella, que España es una nación de naciones, fórmula que tiene un aire religioso trinitario inaplicable a la realidad jurídica. Cada soberanía explica los límites de cada nación, no es un cajón de sastre.

La eliminación de una seria enseñanza de la filosofía como carrera básica para producir una sana inteligencia no deja salir a España de la frontera de los Reyes Católicos, con lo que la cabeza quedó reducida al sostén del casco militar, que tampoco ha dado mucho de sí. (Nota. Recomiendo como español un estudio serio del lenguaje empleado por los protagonistas  del Partido Popular y, sobre todo, de VOX, que contamina una lengua tan hermosa como el castellano, lo que se traduce en el desorden de su contenido intelectual. No me gusta como español lo que me dicen luego, llegado a Perpignan).

Yo he creído siempre, desde que estudiaba ciencias políticas, que pasado el tiempo, el llamado liberalismo derivaría hacia  autocratismos embozados o dictaduras aplastantes, sobre todo en este tiempo en que estamos dando el salto hacia otra civilización, lo que alarma al poder actual. De ahí mi admiración por el sistema inglés, que se protege contra ese seísmo dictatorial con una constitución abierta y ágil que puede cambiar rápidamente en el Parlamento merced a la soberanía del mismo y sin necesidad del trajín constitucional español.

Los ingleses fueron excepcionalmente previsores y decidieron ser un sistema de vida más que una democracia. Eligieron como molde del saber político un racionalismo empírico en vez de andarse por metafísicas idealistas diseñadas por la Alemania luterana. Como me dijo un querido amigo gallego,  al cruzarnos con los seminaristas que hacían su asueto caminando a la hora nona por el paseo de la muralla lucense : «¡Quanta cura!»

El problema que estamos viviendo con toda intensidad, problema de rigidez férrea de las normas directivas, como son las Constituciones que secuestran al pueblo, se lo debemos al antihumanista Sr. Kelsen, que con su teoría pura del Derecho dejó sentado que las leyes adecuadas surgen de si mismas exigidas por una necesidad normativa objetiva y no por la voluntad soberanista de los ciudadanos. Legislar es, pues, un menester cuyo contenido determina el Estado teniendo en cuenta la necesidad que indica el poder. Consecuencia: sólo existe un Derecho público, cuyas leyes engendran las nuevas leyes.

O sea, dejando aparte la moral delirante del Sr. Kelsen, que su doctrina abre de par en par las puertas al fascismo, como se demostró con el hecho de que el gran jurista que sirvió a Hitler fue el Sr. Karl Schmid, un kelseniano que elevó a realidad el formalismo jurídico. Su influencia sigue en vigor, como demuestran los numerosos   políticos europeos seguidores de la ‘brillante’ teoría pura del derecho. Eso vivimos en España. Estado y Derecho son la misma cosa. Las víctimas de esta doctrina son ahora los que ocupan el banquillo del “Procés”.

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