José María Cabo
Filósofo

Palestina: 75 años después de la ocupación

Los filósofos occidentales guardan un estruendoso silencio ante los sucesos que están aconteciendo en la franja de Gaza. Un alarmante silencio que ensombrece la noble actividad del pensar. Y mientras quienes se dedican a la argumentación se ocultan tras lo indescifrable de sus pensamientos, una inagotable hueste de opinantes y de mercenarios de la palabra engordan sus cuentas corrientes pasando por encima de lo que, ya desde hace muchas décadas, estudiosos del sionismo ultranacionalista han documentado debidamente sobre el caso.

Edward W. Said, en su libro titulado "La cuestión palestina" –junto con otros grandes estudiosos de este asunto, como es el caso de Ilan Pappé, James Petras, Noam Chomsky o más recientemente Rashid Khalidi–, señalaba que la existencia del Estado de Israel, construido, fundamentalmente, con los judíos europeos supervivientes del holocausto nazi, y, por tanto, atendiendo a los deseos de los países occidentales que no querían, tras el final de la II Guerra Mundial, acogerlos en sus respectivos países, se fundamenta en la negación de la existencia del pueblo palestino. La inexistencia de Palestina, que no consiguió el imperio otomano, ni el neocolonialismo británico a partir de 1922, es la base sobre la que resulta posible la existencia del estado de Israel. Los árabe-palestinos ya no están –después de este largo proceso de expansión del estado sionista– en disposición de reclamar un suelo palestino, puesto que este hace tiempo que dejo de existir en las crónicas que en Occidente se escriben sobre esa pequeña parte del planeta. Y ello a pesar de que en la literatura y en las narraciones históricas, desde al menos el siglo V, se tiene constancia de una tierra llamada Palestina.

Los medios de comunicación afines a los intereses occidentales en la región muestran sin pudor una sucesión ininterrumpida de desinformaciones para dar cuenta de la realidad palestina. Quienes tienen un mínimo de racionalidad y sensibilidad están afectados por una profunda indignación a causa tanta desfachatez. Indignación que ha de venir acompañada de la obligación moral de denunciar las atrocidades que se están cometiendo.

Nuestros oídos se ven dañados oyendo repetir hasta la saciedad que la comunidad internacional –es decir, los países que constituyen el occidente blanco, capitalista, formalmente democrático y de religión judeocristiana– ha sentenciado que Israel tiene derecho a defenderse, pero teniendo en cuenta los principios fundamentales del derecho internacional humanitario. Hasta ahora había entendido que el legítimo derecho a la defensa le corresponde al territorio ocupado durante el tiempo en que dure esta ocupación, y no a la potencia ocupante. Este derecho, tan repetido en el caso de Ucrania, desaparece, al parecer, cuando se trata de los palestinos. Los medios de comunicación afines al pensamiento único occidental han dicho amén (o ¡Aleluya!, por lo bíblico del asunto) a la consigna. Y, sin embargo, ¿fue Israel respetuoso con el derecho internacional cuando, por ejemplo, en el año 1948 expulsó a entre 750.000 y un millón de palestinos de sus tierras? ¿Ha sido Israel respetuoso con los derechos humanos cuando desde su nacimiento como estado ha hecho de la ocupación, amparándose en el derecho a la seguridad y a la «defensa», una forma de hacer política que se ha traducido en falta de la libertad de expresión, detenciones arbitrarias, torturas y asesinatos? ¿Es novedoso el sitio de Gaza, saltándose las convenciones internacionales? No, Israel ya lo había practicado anteriormente con el Líbano, aplicando los mismos métodos que recuerdan al infame sitio de Leningrado realizado por los nazis en la II Guerra Mundial. ¿Es que los bombardeos actuales sobre la franja de Gaza, de una crueldad incalificable, atentando contra la población civil, no han sido anteriormente experimentados? Todas y cada una de las acciones militares que Israel ha emprendido contra la franja de Gaza o contra zonas de Cisjordania han tenido como resultado víctimas de la población civil de la Palestina ocupada.

¿Qué sentido tiene pedir a Israel que cumpla con el derecho internacional, si no ha habido un instante de la corta vida de ese estado en que no haya incumplido todas y cada una de las normas básicas de dicho derecho, así como las resoluciones que Naciones Unidas ha dictado en su contra, con la connivencia de su mentor norteamericano? Ahora, como también lo fue en el pasado, la violación del derecho internacional por parte de Israel es un hecho. Ante esta constatación histórica, ¿cuál debiera haber sido y cuál debe ser la actitud de esa comunidad internacional, si no quiere dejar en el desamparo más absoluto a los inexistentes palestinos? ¿Los países supuestamente defensores de los derechos fundamentales van a romper relaciones diplomáticas con el matón israelí? ¿Se va a solicitar el embargo de los bienes de Israel y de sus dirigentes? ¿Se va a sancionar a este estado gamberro por sus políticas genocidas? ¿Se van a presentar denuncias individuales contra los dirigentes del Estado de Israel ante la Corte Penal Internacional? ¿Se van a expedir órdenes internacionales de detención de los genocidas israelíes presentes y precedentes? ¿Se va a expulsar a la población judía que, desde el inicio de la creación del estado de Israel, ha ocupado por la fuerza tierras que no le pertenecían, persiguiendo judicialmente a aquellos colonos que han participado en razias contra la población palestina? ¿Tendrán, además, los millones de palestinos extrañados derecho a retornar de los campos de refugiados de Siria, Jordania, Egipto o el Líbano a su lugar de origen? Si todo esto no se produce lo que la comunidad internacional diga sobre la solución de los dos estados, tan solo será un mero ornamento semántico sin ningún valor.

Más de un pseudointelectual, más de un tertuliano indocumentado ha establecido una distinción entre los terroristas de Hamás y el democrático estado de Israel, apelando al criminal modo de actuar del primero y los valores democráticos occidentales que caracterizan al segundo. Una práctica habitual entre analistas occidentales desde los tiempos de Arthur Balfour y el sionista Jaim Weizmann, a pesar del peligro que esta práctica entraña. El grupo islamista palestino no es partidario de un formal sistema democrático, incluyendo el reconocimiento de los derechos políticos de los ciudadanos (sufragio universal, igualdad ante la ley, libertad de expresión, igualdad entre hombres y mujeres, etc.) En cambio, el aventajado discípulo de occidente garantiza estos elementos democráticos. Hay un hecho que se obvia en estos análisis. Al margen de los aspectos formales con los que pueda ser embellecido ese supuesto sistema democrático, la idea fundamental de toda democracia estriba en el respeto de todos y cada uno de los derechos fundamentales de todos y cada una de las personas, incluidos los que les corresponden a aquellos que no son ciudadanos de un estado. Hamás incumple esos derechos universales sistemáticamente, al igual que –multiplicado por cien– el Estado de Israel. Es por ello por lo que hablar de Israel como si de un estado democrático se tratara, incluso en las formas, es adornar una realidad que tiene por fin, tan solo, ocultar el carácter terrorista de ese estado.

Silenciar los crímenes del Estado de Israel, y de sus avalistas occidentales, pone en peligro la supervivencia del pueblo palestino y de todas las clases populares de este maltratado mundo. Las actitudes de los dirigentes estadounidenses no son causa de sorpresa. Como bien decía Noam Chomsky, desde George Washington en adelante todos los presidentes de este país debieran haber sido juzgados por crímenes contra la humanidad. Joe Biden ya ha entrado a formar parte de ese selecto club. El que los dirigentes europeos –Ursula von der Leyen, Emmanuel Macron, Olaf Scholz, Rishi Sunak y demás sujetos del mismo estilo– hayan guardado un sospechoso silencio ante las acusaciones de las autoridades israelíes contra el presidente de Naciones Unidas, António Guterres, por haber dicho, de manera tímida, algo que es un hecho históricamente constatable, y se hayan alienado con Israel, nos hace afirmar: ¡cuánto se echan en falta aquellos intelectuales de comienzos de siglo, pero también de tiempos pretéritos, que no dudaban en poner en juego su posición, su estabilidad o su propia existencia por la defensa de una noble causa!

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