Iñaki Egaña
Historiador

Progeria

El síndrome de Hutchinson-Gilford, también conocido como progeria, es un trastorno que provoca una aceleración del envejecimiento. Con todo el respeto del mundo, no es mi intención ni de lejos, escribir sobre esta rara enfermedad y los que la padecen, sino utilizar su vocablo como metáfora de ciertas actitudes que nos rodean, en esta colectividad también envejecida, aunque por causas naturales y sociales.

Vivimos en una sociedad, al menos los que somos vecinos del Primer Mundo, que va a una velocidad de vértigo. Lo nuevo nos asalta al borde de la esquina, haciendo viejo lo que hasta hace unos días era vigente. Y no me refiero únicamente a esa socialización universal de la información y a los avances técnicos que nos están poniendo patas arriba nuestra concepción ancestral del universo, también aligerando nuestra vida cotidiana, sino, asimismo, a esa revolución algorítmica que está modificando nuestro comportamiento, convirtiéndonos en meros replicantes. Los abismos generacionales son, cada vez, mayores.

En el escenario político, sin embargo, la movilidad parece reducida. Como en otras épocas de crisis, la ultraderecha se hincha ante los discursos vacuos que auguran un revolcón aparentemente étnico y la desaparición de las tradiciones medievales que han alcanzado el presente. Cuando cierta hegemonía queda en entredicho, aparecen los monstruos.

En casa, el estancamiento y ese envejecimiento prematuro es más que evidente en un sector social dirigido por un partido centenario. Sus crisis internas se solventaron históricamente con el cierre de filas y la vuelta a tiempos pretéritos, como si acumular años fuera la única respuesta para evitar el cambio. Del pasado aprendemos lecciones, reivindicamos nuestra esencia, pero para construir el futuro hacen faltan mimbres renovados.

Cuando Eli Gallastegi, de cuya muerte se cumplirá dentro de unas semanas medio siglo, impulsó la independencia vasca en un medio constreñido por una dictadura, los entonces michelines del PNV se hicieron autonomistas. Cuando un independentista como el lehendakari Agirre falleció, su partido, ante la falta de un liderazgo institucional, nombraron a un coche gripado para no remover un escenario que había volteado una organización novel, ETA. Cuando murió el dictador, los dirigentes jeltzales abandonaron la «ruptura» que habían propuesto para acomodarse en la «reforma» de las estructuras franquistas. Frente al lehendakari Garaikoetxea, nuevamente los michelines jeltzales apostaron por el Espíritu de la Marmota, oficialmente el de Arriaga, y Ardanza aplacó el vuelco. Cuando Ibarretxe presentó aquello del «estado libre asociado», el ala económica de su partido le segó la hierba bajo sus pies. Incluso en las últimas elecciones generales, ciertos pesos pesados del PNV, entre ellos Pradera, acudieron a los medios para apoyar a Feijóo en lugar de a Pedro Sánchez.

La escenificación de la crisis a cuenta del relevo de Urkullu ha tenido también ciertos elementos de estas crónicas anteriores. El debate en el seno de la familia jeltzale, que representa a un sector importante de nuestra sociedad a pesar de los últimos reveses electorales, no ha ido dirigido a retomar el músculo en las urnas, sino a salvar a esos centenares de afiliados que copan el tejido social y económico de la Comunidad Autónoma. Las urnas son importantes, pero si no hay apoyo suficiente, el EBB alumbrará pactos con quien sea, con tal de mantener su red clientelar. Lo sucedido en Gasteiz, Gipuzkoa, Labastida y Durango recuerda el apoyo del PNV a la presidencia de Aznar.

No hay enemigo ni adversario político cuando las bases clientelares pueden ver reducida su influencia. El laboratorio que fue Gipuzkoa, cuando EH Bildu gobernó su Diputación con equipo dirigido por Martín Garitano, encendió las alarmas jeltzales. Sus cargos desplazados acudieron raudos a las puertas de Sabin Etxea a la búsqueda de otros padrinos. Los bancos les estaban enviando cartas por morosidad, al no poder hacer frente a su alto tren de vida. De aquel episodio aprendieron que lo importante para mantener el estatus era controlar las sociedades anónimas públicas y derivar de lo público a sus empresas privadas la cotidianeidad económica. El Concierto mueve mucho dinero que hay que repartir para poder «jugar en las grandes ligas», también españolas, como dejan caer los líderes jeltzales.

La tendencia de los diarios del grupo Vocento no son de mi agrado, pero hace bien poco el que predica ser el líder de audiencia en Gipuzkoa señalaba: «Más que debilitado, el PNV aparece como un partido sin pulso, sin ideas, sin gente nueva, envejecido, rutinario, que subsiste ante todo por el entramado de poder clientelar que ha ostentado desde 1980». En tres líneas, una descripción acertada de su situación, por mucho que, con el relevo de Pradales por Urkullu, la operación mediática nos traslade la idea de la entrada de una nueva generación para alcanzar la lehendakaritza en la CAV.

La crisis notoria en el seno del PNV nos ha mostrado la razón de cada familia. A veces pensamos que el poder es único y compacto, pero la historia nos explica que las pugnas internas son parte de su naturaleza. Una crónica más en el desafío Urkullu-EBB. Las filtraciones interesadas a la prensa, probablemente por el mismo aún lehendakari que ya se había deshecho de algunos contrincantes previamente para reforzar su candidatura (Atutxa, Bildarratz...), han provocado una intensa actividad de la marmota que, a consecuencia del cambio climático y el alargamiento de los calores, aún no se había acostado para invernar.

La presentación apresurada, con el cambio incluso de fecha para mover la ofrenda floral a Sabino Arana, con liturgia católica incluida, ha concurrido en la presentación en sociedad de un viejo conocido, Imanol Pradales. Un supuesto alevín con progeria. Su currículo, a pesar de esas gotas de cercanía difundidas por su partido, es diáfano: testaferro del cemento. Urkullu se va, pero llega más de lo mismo.

Search