Iñaki Urdanibia
Doctor en Filosofía

¿«Raza», ha dicho?

«El lenguaje encierra, a pesar de la voluntad del hablante, importante carga de ideología, pues al fin en el acto de hablar se utilizan términos, cargados por el uso, con significados acumulados, de una manera inconsciente», afirma Urdanibia, apoyado en varias citas de ilustres autores acerca del lenguaje. Después se centra en el inadecuado uso de la palabra «raza». Concluye que empeñarse en hacer clasificaciones o distinciones en la humanidad en función de supuestas razas no es sino seguir el camino de los prejuicios.

Decía Martín Heidegger que el lenguaje «es la casa del ser». Por la misma época afirmaba Ludwig Wittgenstein que «Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo», o de otro modo: «Allí donde están las fronteras de mi lengua, están los límites de mi mundo». No mucho más tarde hablaba Austin de «hacer cosas con palabras» (“How to do Things with Words”), y –acabando con esta escueta «casa de citas»– tachaba Roland Barthes el lenguaje de fascista, ya que cantidad de veces no hablamos, sino que podemos decir que somos hablados, y es que el lenguaje encierra, a pesar de la voluntad del hablante, importante carga de ideología, pues al fin en el acto de hablar se utilizan términos, cargados por el uso, con significados acumulados, de una manera inconsciente, sin reparar en lo que encierra su semántica alimentada a lo largo de la historia. Esto se traduce, por ejemplo, en los tics sexistas que habitualmente se emplean, aunque en la presente ocasión estas líneas vienen provocadas por el uso desmedido y desafortunado que se hace del término «raza», aplicándolo a los seres humanos (alguien dice por ahí que un premio del festival de cine donostiarra se lo van a entregar aun artista de «raza negra»). Basta ver la tele o –como digo– leer los periódicos para toparse con tal término a troche y moche. Lo cual denota que muchas veces hablamos sin tomar conciencia de los vocablos que empleamos sin mayor reflexión.


La palabra a la que me refiero da a entender que en el seno del género humano hay diferentes razas, y ello a pesar de que todos los humanos, en clasificación zoológica pertenecemos a la «clase» de los mamíferos, al «orden» de los primates, a la «familia» de los homínidos, al «género» homo y a la «especie» sapiens. Así pues, entre los seres humanos, ya sean del color que sean, no hay diferencias mayores a no ser los del aspecto. Por tanto, y en palabras del genetista Albert Jacquard resulta ilusorio querer establecer «límites o fronteras entre razas que, manifiestamente, son en relación de continuidad las unas con las otras», a lo que se ha de añadir que son mayores las diferencias entre miembros de una misma población que las que se dan entre miembros de diferentes poblaciones.

Ya en 1972, en la lección inaugural en el Collège de France, Jacques Ruffié afirmaba que la noción de raza humana no tenía fundamento científico alguno. A partir de entonces, al menos, no hay biólogo que se precie que haya puesto en duda esta tajante afirmación. Con lo dicho queda, o debería quedar, claro que el término «raza» debería ser proscrito, ya que todos estamos fabricados con la misma composición genética. No cabe duda de que hay otros biólogos, reputados, en particular en EEUU y en Inglaterra, que utilizan habitualmente la palabra «raza». Valga el ejemplo de que en las universidades americanas se sigue enseñando biología de las razas… del mismo modo que en algunas se presentan como dignas de máxima seriedad las narraciones creacionistas bajo la engañosa etiqueta de «diseño inteligente» haciendo contrapeso a las teorías evolucionistas de Darwin. Eso sí, tal enseñanza se justifica apuntando que «racial studies need not imply racist conclusions» (los estudios sobre las razas no deben conducir a conclusiones racistas)… Podría añadirse, del mismo modo, que compaginar las enseñanzas de Darwin con unas narraciones fantásticas de siglos antes de nuestra era común al mismo nivel no significa agravio alguno, sino libertad de enseñanza (¡glup!). Un destacado especialista en ciencias humanas y sociales afirma que «no, la raza no es un dato espontáneo de la percepción y del conocimiento, es una idea construida, y construida lentamente, a partir de elementos que pueden ser tanto rasgos físicos como costumbres sociales, que pueden ser particularidades tanto de orden lingüístico como jurídicas, y que bautizados ‘raza’ están reagrupados y homogeneizados bajo el decreto según el cual todas estas cosas son en definitiva fenómenos biológicos» (Colette Guillaumin).


Del mismo modo que se dice que las armas las carga el diablo, lo mismo podría decirse del lenguaje; en el orden de cosas de lo que estamos hablando, las diferencias y el rechazo con respecto a los otros vienen de lejos, no hay más que recordar el origen onomatopéyico de la palabra «bárbaro» (bar-bar-bar), para subrayar, por parte de los griegos, la diferencia de quienes hablaban una lengua que no era la suya. En lo que hace al racismo, basta asomarse a los tiempos de Colón y acompañantes para observar cómo frente a ellos («normales»), los indígenas a los que «descubrieron» eran diferentes, y por supuesto inferiores, casi –y sin casi– podría decirse que eran animales no sólo por su aspecto y desnudez, sino también por sus «salvajes» costumbres. A partir de tal época se inició una construcción taxonómica que diferenciaba y jerarquizaba a los seres de diferentes colores y costumbres. Se iban poniendo las bases ideológicas para la justificación del colonialismo, la esclavitud, el apartheid y los diferentes genocidios. Sin pasar lista: baste con recordar los desplazamientos de once millones de africanos a América, entre los siglos XV y XIX, para dedicarlos a la esclavitud, o el genocidio de los armenios en 1915, o el de los judíos durante la segunda guerra mundial (seis millones según fuentes fiables)… sin olvidar a los tutsis, los bosnios u, hoy en día, –desde 1948, por lo menos– de los palestinos.


Es a partir del siglo XVIII cuando se da el cambio esencial, con pretensiones científicas de justificar las diferencias y las supuestas superioridades: junto al afán clasificador de Linneo, el conde Bufón se detuvo en la «degeneración de los animales»… La máscara ilustrada la otorgó Kant, quien en su “Antropología” situaba a los negros en el nivel más bajo de la escala humana, calificando a los judíos de usureros y estafadores, y sosteniendo también que las mujeres debían ocupar en la sociedad una posición subordinada con respecto al hombre. Se ha de señalar que hubo voces discordantes con tales presupuestos, como Condorcet, en la línea de sus antecesores en discordancias fray Bartolomé de Las Casas o Montaigne, por ejemplo. En el siglo XIX, las teorías malthusianas, y más tarde las darwinistas, abrieron el camino a interpretaciones «sociales», «higienistas» y, más tarde, «sociobiológicas», o a elucubraciones acerca del «gen egoísta» y otras lindezas que no hacen sino defender las diferencias en beneficio de unos y en detrimento, o en algunos casos exterminio, de otros.

Así las cosas, el empeño por distinguir a los humanos en «razas» (cuando de hecho no se trata más que de una cuestión de mera melanina) y el empleo de tal término, aunque sea de modo inocente, no conducen más que a seguir –nolis volis– el camino de los prejuicios y de la distinción entre «los verdaderamente humanos» y los «salvajes», indudablemente inferiores, que no se cansase de subrayar Claude Lévi-Strauss.

Pues eso, como decía ayer, entre los humanos solamente hay una raza: la humana.

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