Rebelión en la Reserva
Tras hacer un barrido de visión periférica, el alimoche hizo el recuento de asistentes. Doscientos veintisiete, calculó. No eran pocos. La convocatoria se había realizado por el Hegazti Zaharren Kontseilua o Consejo de Aves Ancianas (HZK-CAA). El asunto era urgente, más bien decisivo para la avifauna de la comarca. Y allí estaban representantes de casi todas las especies que habitaban en la Reserva, salvo algunas que habían salido de viaje y otras ocupadas en menesteres decisivos para la conservación de sus congéneres.
La expectación era máxima. Nadie recordaba una afluencia tan amplia y con un tema tan crucial para los congregados. El lugar elegido también tenía su importancia: en el humedal, justo frente a la ensenada que desde hacía décadas les había sido hurtada por los humanos para construir un astillero.
Como era costumbre ancestral, una sobrevoló por encima de los presentes para indicar que daba comienzo el acto y, poco a poco, los asistentes dejaron de hacer confidencias en corrillos y un silencio profundo se apoderó de la marisma. Eran las seis en punto y el sol se deslizaba hacia el mar por detrás del Katillotxu dibujando sobre el carrizo las primeras sombras de la tarde.
Kai, un buitre leonado, tomó la palabra. La situación era muy grave. Ya lo era antes, pero ahora todo se complicaba mucho más. El Gobierno de los Humanos estaba empeñado en construir un Museo justo en su propio hábitat. Al parecer, seguía la estela de una modernidad que consistía en hacer del turismo cultural una fuente de ingresos para unos pocos a costa de destruir el entorno natural.
Durante veinte minutos, Kai facilitó explicaciones sobre los temas que podían afectarles a los allí congregados: desahucio, dificultades para encontrar sustento, emigración, desarraigo, desequilibrios emocionales... en fin, todo un desastre que comprometía la supervivencia de aquellas especies.
Se abrió el turno de intervenciones. La primera en hablar fue Andrea, una tórtola muy conocida por no enterarse nunca de nada. «Pues si vienen muchos turistas, será mucho mejor para todos, porque unas amigas mías que frecuentan la Plaza Nueva en Bilbao me han dicho que tiran muchas migas al suelo... y que se dan unos festines tremendos». Un murmullo de desaprobación generalizado se extendió sobre el crepúsculo.
«No queremos migas, sino lo que nos corresponde», apuntó en tono enérgico Mamen, una espátula común que siempre se jactaba de tener un pico con tan buen criterio como enorme. «En esta marisma han vivido nuestros antepasados desde siempre y los humanos cada vez nos arrinconan más, no podemos consentirlo», terció un busardo ratonero que estaba al acecho oteando alguna presa en las proximidades.
Todos querían hablar y, durante unos minutos, el humedal se convirtió en un enjambre de graznidos, arrullos y trinos. Enfurecido, Robus, un cormorán moñudo abrió sus alas y lanzó un gruñido que pudo oírse en San Pedro de Atxarre. «No hemos venido aquí para hacer el ganso, con perdón de algunos de los presentes. Ni para esconder la cabeza debajo del ala. Estamos aquí para afrontar de forma enérgica y contundente este ataque sin igual a nuestros derechos ancestrales».
El silencio se volvió atronador. Robus no se andaba por las ramas. Llevaba muchas horas de vuelo y lo suyo era bucear en los bajos fondos, allí donde se encuentran «los peces gordos». «El Gobierno de los Humanos nos ha declarado una guerra sin cuartel. Quieren destruir nuestro hábitat y convertirlo en un negocio para unos pocos». Su exposición, muy didáctica, era una catarata de datos e informaciones de todo tipo. Y añadió: «Tengo que daros una muy mala noticia. Al grupo de arrano arrantzaleak (águilas pescadoras) que se desplazó a Nueva York la semana pasada no le quedó otro remedio que inmolarse frente a la institución que quiere construir, sin importarles nada nuestra existencia, un Museo en esta marisma. En su recuerdo y por nuestras hermanas y compañeras os pido que continuemos la lucha contra esta barbarie».
Tras unos segundos de desconcierto, los ánimos comenzaron a caldearse. El sentir mayoritario era que había que organizarse. Nadie les iba a solucionar aquel conflicto que amenazaba su existencia. Cercetas, gaviotas, correlimos, cornejas, herrerillos, martines pescadores, arrendajos... cada especie se fue agrupando para deliberar y dar una respuesta, primero como clanes, luego como colectivo. Así había sido siempre.
Ahora el crepúsculo enterraba sus luces y el mar se volvía casi granate. Antes de que se aposentase la oscuridad de la noche, aquella reunión tenía que avanzar en consensuar conclusiones. Para eso estaba Ikerne, la más hábil de las aves, la elegante avefría de las marismas costeras. Fue de grupo en grupo, de especie en especie, recogió aportes, propuestas y contribuciones. Luego se aisló durante un tiempo y, cuando tuvo todo en orden, muy rauda, se dirigió a los presentes.
«No hay tiempo que perder. Las propuestas recogidas no dejan lugar a interpretaciones ni a disgregaciones que se vayan por las nubes. Esta es la conclusión compartida de todas las aquí presentes: El conjunto de aves que residimos en la Reserva de Urdaibai nos manifestamos frontalmente en contra de este atentado ecocida que nos obligaría a la emigración hacia otros lugares cuando no la extinción de nuestras especies», explicó Ikerne.
A partir de ese momento, todo se desarrolló de forma mucho más fluida y resolutiva. Una entidad gestora compuesta por seis representantes de las especies más importantes integraría las distintas sensibilidades y empezaría a planificar tareas y a repartir responsabilidades. Así, antes de cerrar el encuentro se decidió montar las siguientes comisiones: Propaganda y Sensibilización, Defensa Jurídica, Investigación sobre este Fraude, Relaciones con los Humanos y creación de una Plataforma Unitaria de carácter masivo con otras Faunas y Especies.
Además, en unos días se redactaría un documento-base a modo de Manifiesto que se presentaría en todos los lugares de Euskal Herria y en todas las naciones que fuera posible. Cada pico sería una misiva; cada ave, un mensajero; cada vuelo, un manifiesto. La avifauna de la Reserva de Urdaibai se alzaba para luchar contra el invasor extranjero y un Gobierno local que amparaba un proyecto fuera de toda norma de derecho.
Poco a poco la mayoría de las aves se fue retirando a sus nidos, pero algunas salieron a comunicar lo decidido a otros lugares lejanos. La oscuridad fue cubriendo sus aposentos. Pero, mientras tanto, allí, en la marisma, en medio de la soledad de la noche, comenzó a resonar un coro de voces, cada vez más en ascenso, procedentes de Ajangiz, Arratzu, Bermeo, Busturia, Ea, Elantxobe, Ereño, Errigoiti, Forua, Gautegiz Arteaga, Gernika-Lumo, Ibarrangelu, Kortezubi, Mendata, Morga, Mundaka, Murueta, Muxika, Nabarniz y Sukarrieta. Todo el valle, un mismo eco. Eran, seguramente, algunos humanos que se solidarizaban con aquellas aves contra aquel esperpento.
«Bainan, honela
Ez zen gehiago txoria izango
Bainan, honela
Ez zen gehiago txoria izango
Eta nik...
Txoria nuen maite.
Eta nik...
Txoria nuen maite».