Carlos Rodríguez

Relatos y recuerdos

«El valor de lo que hemos logrado juntos no puede medirse, pero sí puede compartirse» (Catherine Connolly, presidenta electa de la República de Irlanda)

Cada vez parece más evidente que, pensando en las personas más jóvenes y las futuras generaciones, el gran reto será definir y entender el relato de lo que fueron las últimas décadas y la razón por la que en un país tan civilizado y pacífico como el nuestro pudieron suceder tantos hechos violentos que produjeron tanto sufrimiento y dolor. Aunque todo apunta a que serán varios los relatos, para los que tenemos cierta edad los recuerdos siempre estarán por encima de esos relatos porque los hemos vivido y sentido en nuestra piel y mientras tengamos memoria nos acompañarán.

Como el relato, las fechas de referencia de cada persona son distintas; incluso una fecha puede tener distinto significados para diferentes personas: al oír 11 de setiembre unas pensarán inmediatamente en la destrucción de las Torres Gemelas y lo que estaban haciendo en ese momento y cómo era su vida entonces, otros tendremos a Chile en el corazón y cómo se truncó que el mundo entero fuese de otra manera y otros recordarán su primera Diada, tras la muerte de Franco, en San Baudilio de Llobregat.

Mi primera fecha inolvidable es el 27 de setiembre de 1975. Aquel sábado, tan cercano y tan lejano 50 años han pasado ya, estaba en Lekeitio pasando el fin de semana con un amigo. A la tarde fuimos a un bar junto al puerto donde habíamos quedado con su tío y al poco de entrar oímos la noticia en la televisión que estaba encendida: «se confirma la ejecución de los cinco miembros de ETA y FRAP». Yo, que no tenía militancia alguna, pero que al primer curso en la Universidad de Leioa me había marcado ideológicamente no pude reprimirme y dije en alto cabrones o asesinos o las dos cosas y, antes de acabar de decirlo, noté una fuerte patada en la espinilla; asombrado por el silencio del resto de los presentes y más aún por la patada fijé mi mirada en el tío de mi amigo que se acercó a mi oído para decirme: «¿estás loco? Al final de la barra está el brigada de la Guardia Civil». Entendí el silencio de los demás y sentí un extraño escalofrío que, con el tiempo, asocié a la palabra terror.

No era la primera vez. Años antes, mientras hacíamos cola para ir al cine, ese mismo amigo y yo en el barrio bilbaíno de Indautxu fuimos agredidos por varios policías (grises) sin saber el motivo y pocos meses después fuimos detenidos y casi secuestrados por miembros de la Brigada Político Social en una noche de copas. Todo ello sin tener implicación alguna en organizaciones ilegales y con una pinta de lo que éramos: dos chavales inocentes e inofensivos.

Al año siguiente de los fusilamientos fui testigo de la irrupción salvaje en el campus de Leioa y sin motivo ninguno de grises y policías de paisano pistola en mano, persiguiéndonos por el interior de las facultades y aterrorizando a los que allí estudiábamos. Ese mismo año, me apunté a mis primeras clases de euskara (ilegales, por supuesto) que recibíamos antes de empezar las clases académicas. Todavía recuerdo pintar en la pizarra alguna fórmula química para disimular por si aparecían los secretas o, aún peor, los guerrilleros de Cristo Rey con sus cadenas.

Ese fue el terror que conocimos la inmensa mayoría. Y ningún otro. A partir de entonces, y pese a la «modélica» transición, las cosas no cambiaron mucho. Según algunos relatos, comenzaron entonces los «años del plomo», de los que la inmensa mayoría tampoco tuvimos noticia, al menos del «plomo». Sí conocimos, en cambio, la extensión y el incremento del terror general por la represión: seguimientos, controles, tortura sistemática y la guerra sucia contra todo y contra todas. Daba igual el color del Gobierno en Madrid: cada semana más y más personas torturadas hasta sumar miles y aterradas porque podíamos ser los siguientes hasta sumar cientos de miles. Y así tantos años, temblando cada vez que detenían a alguien cercano o conocido: ¿mencionará mi nombre para intentar que dejen de golpearle, aunque yo no esté involucrado en nada ilegal o precisamente por eso? Y si lo hace, ¿vendrán a por mí para llevarme al infierno de la tortura durante 10 días? ¿Acabaré, como consecuencia de ello, meses o años en una cárcel a mil kilómetros de mi casa y en régimen de aislamiento cuando solo hay un módulo de castigo?

Hace ahora 41 años que golpearon la puerta de mi habitación de un hotel de Madrid donde estaba por trabajo para decirme que habían matado a Santi en su consulta; todavía no he acabado de asimilarlo. Y 5 años después, a la vuelta del homenaje a Santi en La Casilla, nos enteramos del atentado en el hotel Alcalá y la posterior muerte de Josu.

Y de las siguientes décadas, qué decir: partiendo de la falacia «los terroristas quieren compartir el sufrimiento y eliminar a los que piensen diferente» y bajo el mantra de «todo es ETA» sumaron a todo lo anterior el encarcelamiento de direcciones políticas al completo, el cierre de diarios, tortura y encarcelamiento de sus directivos, cierre de revistas, ilegalización de partidos, coaliciones electorales, actos civiles, manifestaciones...

Algunos parece que vivieron en otro país, otros ni tan siquiera lo hicieron aquí, pero, aun así muchos tienen la osadía de vender como relato una auténtica ficción que desde el desconocimiento les interesa por su ideología o sus ansias de enriquecimiento y fama. No se entienden sino algunas iniciativas de carácter institucional ni la auténtica inundación de libros, series, películas y documentales cada vez más sesgados, llegando a la apología de infiltrados con las prácticas y actuaciones que eso conllevaba.

Es necesario construir el relato, sí, pero a algunos jamás nos podrán quitar el recuerdo de lo que realmente vivimos.


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