Antonio Álvarez-Solís
Periodista

Réquiem por una fantasía

Antes había roto a volar la «izquierda»; mariposa negra sobre un césped de riego por aspersión. Gente con espíritu mártir, resucitada permanentemente de una muerte inquieta. Una izquierda pelotari en el frontón de la derecha.

A los noventa años cumplidos ya no podré reponerme de la sesión de investidura del señor Sánchez. Es una edad impiadosa para mantener la fantasía. La democracia –o gobierno del pueblo por el pueblo– murió a poco de nacer en el siglo V antes de Cristo. No se trata de humor lo que escribo, ya que lo hago con los ojos húmedos. He cerrado mis libros de ciencia política, a la que dediqué muchas horas de estudio –fui un universitario revivido en el periodismo– y repasé lo que hicieron Solón, con su asamblea de ciudadanos, y Pericles, con sus «demos» o circunscripciones de barrio para que el pueblo se hiciera cargo de si mismo mediante la «isonomía» o derecho a la palabra en el foro, con la posibilidad de acceder al gobierno desde la calle. Aquello, repito, duró muy poco. Pensaba en ello cuando una rubia pequeña y espelurciada levantó la sesión del Parlamento de Madrid, que preside, y fue a contarle al rey lo que había sucedido al señor Sánchez. Yo apagué la televisión, comí algo ligero y me retiré a mi habitación.

Lo que sigue es, como denominan en derecho catalán, un testamento sacramental. Por tanto redactado «in extremis», corto de verbo y destinado a la atención de mis posibles herederos; pocos, pero muy queridos.

Fue todo muy triste. Los oradores hablaban de «los españoles» como si la totalidad de ellos perteneciera en «totalidad» a cada uno de ellos. Porque España es el chicle inacabable que pasa de boca en boca en el momento de la pasión fría. Era el «totus» del «nullium». La afirmación férrea de lo inexistente.

Dos jóvenes a los que en Asturias llamamos «guajes», porque estorban estúpidamente el desarrollo de la tertulia adulta, se refirieron a la derecha como salvación del «totus». Jóvenes lampiños, relamidos, de palabra atropellada, con natación ideológica estilo «mariposa»; de sonrisa decaída ante la propia ironía de copa en la barra sin reloj; de dicción tan urgente que requería palabras huecas para no hurtar espacio al sonido. Una derecha sugeridora de gasto fácil e ingresos seguros; de Heidis que cantan saltarinamente por el prado con su cestito de oferta entre las vacas simplonas. Una derecha que no tiene nada que hacer porque todo está resuelto y lo que no está resuelto no existe. Una derecha de notarios y registradores de la propiedad. Una derecha que no sabe dónde viven los que no viven. Una derecha que asiste a misa para «quedar». Una derecha que no quiere inmigrantes porque el negro sólo es para día de difuntos. Una derecha que…

Antes había roto a volar la «izquierda»; mariposa negra sobre un césped de riego por aspersión. Gente con espíritu mártir, resucitada permanentemente de una muerte inquieta. Lázaro sin llagas. Igualdad de desiguales. Campeona repetida en las carreras de sacos. Limosnera de dinero rico. Coleccionista de ovaciones acompasadas, pero sin calidad en el tono. Una izquierda pelotari en el frontón de la derecha. Una izquierda que ama a su patria solo cuando habla por teléfono. Una izquierda que aborrece al populacho que la persigue con el «ere» como gorra: ¡Ande, señorito…!».

Y al fondo del hemiciclo un tal Santiago Abascal, que recuenta con patriótico afán criminales nacionalistas, que ha convertido la cárcel en sanatorio para conservar a los que pecan contra la patria inmarcesible, que promete entre sol y sombra la paz gloriosamente en armas, que tiene al parecer billete para viajar de regreso al glorioso movimiento nacional. Un político que ha identificado en la historia una España que nunca asesinó indios, que no conoció traiciones a la bandera, que no disparó un tiro contra la palabra libre, que no amarró el barco de la Ilustración al muelle del XVIII, que reza aún al Dios de los ejércitos…

Por fin me detuve en Pablo Iglesias; un buen muchacho elaborado con fibra popular. Peca de vez en cuando, pero este viejo catalán, que cree en Dios y la libertad de los pueblos sobre todo, se refresca a su sombra hasta que llegue el gran momento y desaparezca el veneno de las aborrecibles Constituciones en forma de horca.

Al despertar de mi siesta comprobé que España era aún reino. Crucé las manos y pregunté al alma si la monarquía tributaba al derecho de la sangre, pues si tal cosa era cierta para qué hablar del poder del pueblo como esencia de si mismo e inventor de la libertad, como sucesor del griego que decidió el foro a modo de marco para la palabra siempre constituyente. Y el alma calló porque es prudentemente republicana y, por tanto, engendrada y no nacida.
–Teológico estáis … –me dijo Rocinante.

Luego volví a mis literaturas por si el Malo me las había contaminado. Y vi que eran buenas. Pero me equivoqué en mi juventud, en que rechacé jugar con las cartas marcadas de la política. Santa Teresa me había advertido que el Señor anda incluso entre los pucheros, pero yo estaba entretenido en la protesta: «Era de latón;/ de latón, de latón era./ Era de latón el cacharro de la abuela».

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