Jonathan Martínez
Investigador en Comunicación

Se vende voto

Gracias al sainete mediático de la compraventa de votos estoy aprendiendo un montón de geografía. Por supuesto, conocía Melilla y Mazarrón pero nunca había oído hablar de Paterna del Campo, Villalba del Alcor o Moraleja de Sayago. No es el primer proceso electoral accidentado. Al fin y al cabo, el caciquismo de garrote y pucherazo está inscrito en el ADN del turnismo bipartidista. En esta ocasión, sin embargo, se ha disparado la alarma pública y algunos medios han extendido a discreción la sombra de sus sospechas. Hasta Iker Jiménez, rodeado de sus más íntimos fantasmas, ha saltado a las pantallas para echar gasolina al fuego conspirativo.

El nuevo populismo derechista, bajo diferentes idiomas y latitudes, ha aprovechado el descrédito de las instituciones para sembrar dudas sobre la legitimidad de sus oponentes e impugnar todos los resortes democráticos en clave autoritaria. Al menos, para impugnarlos cada vez que las urnas se empeñan en negarles la razón. «¡Detened el recuento!», mugía Donald Trump en su perfil de Twitter al ver que se terminaba su estancia en la Casa Blanca. Jair Bolsonaro, por su parte, eligió Facebook para divulgar un vídeo que cuestionaba la integridad de las votaciones. Luego le diría a la Policía Federal que lo publicó por error porque aquel día tenía el dedo flojo por culpa de los medicamentos.

El melodrama estadounidense llegó a la cima del despropósito con una extravagante turbamulta campando por el Capitolio. En Brasil, las hordas reaccionarias invadieron el Congreso, la Presidencia y la Corte Suprema. Juraría que la derechita española, nietísima de Sanjurjo, Millán-Astray y Tejero, anda asfaltando el terreno a sus propias asonadas. Dadle tiempo al tiempo. Ya hemos visto a los acólitos de Desokupa vestidos de centuriones a las puertas del centro social de La Ruïna, en Barcelona, y cada vez está más cerca el día en que veamos a los madelmán de Jusapol irrumpiendo en el Congreso de Madrid disfrazados de banderilleros.

La compra de votos, igual que la compra de otras voluntades, lleva el viejo sello de los señoritos locales, ya sean latifundistas cortijeros o jauntxos de perra gorda. Cuando aprieta el hambre no hay democracia que valga y el dueño de las tierras resulta ser también el dueño de las administraciones. En “Las horas solitarias”, Pío Baroja recuerda el día en que viajó a la localidad oscense de Candasnos y preguntó por las elecciones. «Aquí hacemos puchero», respondió un hombre. ¿Pero qué demonios es eso? «Pues, nada; se reunen el secretario y el alcalde y meten en el puchero tantas papeletas como vecinos hay». En el pueblo había un rico llamado Fortón. No hacía falta que votara nadie.

En 1903, el Marqués de Acillona defendía el arraigo popular de la compra de votos: «desde que en Vizcaya se conocen las elecciones ha sido costumbre obsequiar a los electores rurales con una frugal comida». Muchos años después, en un antiguo sketch de “Vaya semanita”, un vecino de un municipio vizcaíno explicaría en qué consiste la fiesta de la urna: «Cada cuatro años nos juntamos todo el pueblo. Hay piperrada, hay baile y metemos en una urna un papel donde pone ‘PNV’. Allí es tradición». La sátira es también el arte de la exageración, pero quien conozca algún cabo suelto de las telarañas clientelares patrias habrá esbozado una sonrisa maliciosa.

El 13 de marzo de 1917, “El Liberal” lamentaba en su portada el primer triunfo electoral del nacionalismo vasco en Bizkaia y denunciaba la catadura moral de aquellos que en el pasado recurrieron a la compra de votos, a la coacción y al soborno. “¿Flameará en la Diputación la bandera del separatismo?”. Dice el diario conjuncionista que las malas prácticas datan como mínimo de 1915, cuando algunos sujetos rompieron varias urnas e interceptaron a los votantes adversarios. Todo transcurrió con tal escándalo que el distrito de Bilbao se quedó sin representación foral durante dos años por castigo del Gobierno.

Lo mismo que “El Liberal” había acusado al PNV de adquirir votos a 25 pesetas en Balmaseda, la prensa jeltzale imputó iguales artimañas a los mauristas tras los comicios municipales de noviembre de 1917. Estas corruptelas, por lo visto, se repitieron aún con mayor entusiasmo en la capital española. Informa el diario “Euzkadi” que las huestes de Antonio Maura destinaron 40.000 duros al menudeo de papeletas en Madrid. «En algunos distritos hubo verdaderos pugilatos para comprar votos». La candidatura conservadora, confirma “La correspondencia de España”, persistió en su error de malear las costumbres políticas «acudiendo a la corrupción del sufragio».

Ahora que vuelven las modas más chabacanas de los tiempos de la Restauración, ahora que asoma una vez más el hilo negro y caciquil de Cánovas y Sagasta, el periodismo se entretiene con el guiñol de las inculpaciones mutuas. Los unos gritan «Gobierno ilegítimo» y los otros alegan que es el PP el partido más enfangado de la pocilga. No es justo, dice un tercero, que unos pocos marrulleros manchen con sus maquinaciones el buen nombre de toda la democracia. Me huelo que este ajetreo se estirará al menos hasta las elecciones generales. El bloque derechón ya solo aspira a la victoria, o en su defecto, a inadmitir con aspavientos trumpistas los resultados.

Pero puede que el árbol no nos deje ver el bosque y la democracia ande en realidad cojeando de otras piernas. Un día votamos para que caiga la reforma laboral y al día siguiente el ministerio y la patronal nos dan gato por liebre. Un día nos alzamos contra la ley mordaza y el día después nos propinan un porrazo impune en la frente. Pedimos soberanía energética y nos escupen las eléctricas. Pedimos poder financiero y nos chulean los bancos. Dicen que hay un problema de votos comprados. Yo aquí veo más bien un problema de políticos vendidos. Pero ese es otro tema. No vayamos a aguar precisamente hoy la divertida fiesta de la democracia.

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