Iñaki Egaña
Historiador

Síndrome del Noreste

La descripción patológica fue como un baúl. Cualquier abuso policial tenía como excusa el Síndrome del Norte.

El avance científico, la percepción cada vez más notoria de que somos química pura, destilados con algún aderezo cultural, ha sido capaz de descifrar patologías antiguamente sin catalogar. Hasta hace bien poco, los especialistas habían encontrado un apellido para las secuelas de quienes habían padecido un conflicto, el del «trastorno por estrés post-traumático» (PTSD por sus siglas en inglés). Pero ahora, con tantas contiendas sin declarar y con eso de que los «malos», como los «ricos» también lloran, el abanico anómalo se ha abierto exponencialmente.

Han aparecido numerosas sintomatologías, algunas de ellas sorprendentes. Entre estas, el llamado «Síndrome del Golfo» que afecta a los soldados que invadieron Irak en 1990. Los hoy veteranos de la llamada Guerra del Golfo tienen un trastorno cuyos síntomas son la pérdida de sueño y memoria, depresión y ansiedad, lo que, al parecer, les provoca instintos suicidas.

Desconozco si los estudios que han descartado una causa-efecto (guerra-síndrome) están relacionados con las indemnizaciones que se barajan en esta cuestión. El hecho es que el Síndrome del Golfo (evito la minúscula para no levantar suspicacias) está relacionado con una pastilla que recibieron los soldados yanquis en su menú. Una pastilla antipesticidas que, por lo visto, tenía efectos secundarios que han afligido a más de 175.000 excombatientes.

Al margen de la guerra del Golfo, los estudios recientes nos citan otros cuantos síndromes, siempre con relación al verdugo, al atacante, y nunca con relación al agredido (oprimido). El más universal, aunque los trabajos citan casi exclusivamente a las tropas de Washington, es el Síndrome del Soldado. No hay nada nuevo. Ya lo definieron como el «shell shock» en la Primera Guerra mundial. Pero ya se sabe que a las cosas de siempre se les cambia el nombre para que parezcan nuevas.

El síndrome del soldado no tiene que ver en absoluto con reparos de conciencia u objeciones religiosas surgidas en la mente del combatiente a posteriori, una vez concluida la batalla o la guerra correspondiente, sino con el estrés generado por perseguir al enemigo o entrar en combate, aunque la diferencia de medios entre unos y otros sea descomunal.

De aquellos viejos y nuevos conflictos se ha desgajado el llamado «Síndrome del superviviente» (o en inglés «survivor guilt» culpa del superviviente), que ya en la Segunda Guerra mundial se había conocido como el «síndrome de los campos de concentración». Por una vez se acordaron de las víctimas. En Noruega lo padecieron, según un estudio psiquiatra, el 83% de los detenidos en campos de concentración.

Pero ya andan por ahí expandiendo nuevas tendencias y transformando el origen del trastorno, para que quepa en las anomalías universales relacionadas con el espectáculo y la modernidad. Para que, llegado el caso, ni los presos ni los desterrados cercanos, los nuestros, puedan ser humanizados.

Hay, recordarán, un síndrome de Estocolmo, al que casi consagran medio capítulo de la serie “La Casa de Papel” que anuncia ya su tercera temporada, al que le dedicaron toneladas de letras explicando esa empatía que se debe de producir entre secuestrador y secuestrado. Esa ola de sentimientos positivos que el débil, por defensa animal, ofrece al fuerte. Dice el mítico FBI que una de cada cuatro víctimas de secuestros destila sentimientos afectivos de este tipo hacia su captor.

En el Reino de España, la década de 1980 dio pábulo al llamado «Síndrome del Norte». A pesar de que algunos jueces han concedido indemnizaciones a policías que supuestamente lo padecieron, ni el Ministerio del Interior ni el Gobierno reconocieron jamás su existencia. Es más, cuando los sindicatos policiales aseguraron su efecto, las declaraciones gubernamentales negaron de cuajo cualquier anomalía psiquiátrica en sus agentes.

Recordarán la estela de esta cuestión. A comienzos de 1980 las Fuerzas de Seguridad del Estado español desplazadas en Hego Euskal Herria comenzaron a presentar diversos aspectos de comportamiento que fueron analizados en profundidad por psiquiatras y psicólogos en numerosos informes que inundaron los medios de comunicación.

Alguien le puso nombre. Ya se sabe, cuando las cosas se ponen crudas no somos siquiera comunidad autónoma o foral. Somos «los del Norte», por eso el Plan Zen (Zona Especial del Norte) y por eso lo del Síndrome del Norte. Las pautas de este síndrome aparecían relatadas por la falta de aceptación social de los agentes, su abandono y la carencia de afecto y de prestigio en las poblaciones en las que se encontraban desplegados.

La salida a los medios de comunicación, las denuncias públicas de los agentes tuvieron compensación. Como medida correctora el ministerio del Interior abordó el tema en clave económica: los agentes en Euskal Herria recibirían, en adelante, un plus mayor al que hasta entonces cobraban, al margen de su sueldo reglamentario. Aun así, la descripción patológica fue como un baúl. Cualquier abuso policial tenía como excusa el Síndrome del Norte.

Ahora, en ese juicio al procés, las declaraciones de los agentes que participaron en la represión del referéndum del 1-O, así como en la «investigación» de lo que los moderados llaman «la deriva secesionista» y los hooligans «el golpe de Estado», han marcado una tendencia que la conocemos. Han pasado a calificarse a ellos mismos como víctimas. Selfies de los tiempos absurdos que corren.

He asistido incrédulo a esa lista de agravios, de supuestas agresiones que sufrieron los agentes desplegados para evitar el ejercicio democrático, y no puedo menos que intuir la que se está preparando. Que no es otra que la clasificación de una nueva supuesta patología, en una lista que parecía saturada. La que llamarán Síndrome del Noreste que afectará, ya lo verán, a los agentes que ocuparon Catalunya en aquel histórico día de 2017. ¿Síntomas? Los de siempre, entre ellos la falta de empatía hacia su Cuerpo.

Search