Iñaki Egaña
Historiador

Soldados

La militarización de la crisis es una ofensiva política en toda regla. Una contrarreforma de gran calado.

La militarización de la vida civil durante el confinamiento y la manifestación de la idea de que la lucha contra la propagación de la covid-19 es un acto bélico, como lo fue la «reconquista» de las Malvinas por Inglaterra, o la «recuperación» de la isla de Perejil para la corona borbónica, son procesos que inciden en la naturaleza del Estado español.

Simultáneamente a los debates de las propiedades del bosón de Higgs o la confección del mapa de fluctuaciones bariónicas, en las calles de Madrid un parte oficial de guerra (sanitaria), con el indudable objetivo de elevar la moral de la tropa que se enfrenta a los 20.000 muertos por la pandemia, incurre en la recuperación de treinta kilogramos de naranjas, hurtados por unos rateros insolidarios. Increíble pero cierto, una vez más la realidad supera a la ficción.

La dirección operativa y mediática del freno a la pandemia delegada por un Gobierno español al que la derecha tacha de comunista, corresponde, efectivamente, al Estado Mayor del Ejército, apoyado por efectivos policiales de distinto signo. Se podría entender, en cierta medida, que la UME (Unidad Militar de Emergencias), aquella compañía creada por Zapatero para atacar a las catástrofes, tuviera recorrido en la crisis actual. Pero es evidente que las desinfecciones propiciadas por la UME han sido una parte ínfima de la estrategia ante la catástrofe.

Se podría entender, asimismo, que el componente incívico y díscolo de parte de la sociedad española obligara a tomar decisiones drásticas ante la llamada del estado de alerta y el confinamiento. Ejército y Policía eran los destinados, por escalafón natural, a poner orden en esa previsible orgía de desconciertos. Tampoco ha sido así. Los llamados a dar ejemplo, lo han hecho de forma inconsecuente, sin respetar ellos mismos las pautas dictadas por su propio gobierno.

Podría suponerse, de la misma manera, que la elevación al máximo protagonismo posible de la estructura castrense se debiera a un intento de aplacar los malos humores, ruidos de sables y reuniones entre bambalinas de una institución históricamente ultra, escorada hacia la derecha más rancia y caladero por goleada del reciente partido nazi español, Vox. Entretenidos en la pandemia, pensaría más de uno, no tendrán tiempo para expandirse en su odio hacia los vascos y catalanes, los comunistas (en el Gobierno según su criterio), el colectivo LGTBI(Q), y olvidarán la que consideraron humillación intolerable, la exhumación del dictador Franco de su nicho en Cuelgamuros.

Ninguna de las razones anteriores, sin embargo, ha tenido que ver con la resolución del Ejecutivo de Sánchez-Iglesias. Mucho me temo, que este tema no tiene que ver con la naturaleza monárquica del Estado español. Mi intuición me dice que un gobierno republicano, tanto de derechas como de izquierdas, habría caído en la misma elección.

Y es que el modelo político hispano tiene un grave problema para su renovación. La estructura de su Ministerio de Defensa, y por extensión de las unidades e instituciones que penden de su tronco, no ha variado en los últimos siglos. Tiene un marcado sabor colonial. Lo podía manifestar igualmente desde estructuras civiles, tal y como hace Francia por ejemplo con la figura de los prefectos. Pero no. España es diferente y su Ejército marca paso, hasta el punto que su compañero de viaje habitual, el Ministerio del Interior, se ha visto absorbido por su multipresencia.

No hace falta ser un lince para observar y acotar la tendencia. Banderas españolas al viento, el himno patrio español a más de cien decibelios, por las callejuelas sanfermineras de Iruñea, por las sombras de un aeropuerto de Loiu sin apenas pasajeros, por la vieja estación donostiarra de Atotxa. Como si se tratara de un desfile victorioso en unos escenarios vacíos por el confinamiento, con propagandistas y fotógrafos propios. Tal y como apuntó en otros tiempos el general franquista Millán Astray: «Yo daré las consignas y vosotros las instrumentaréis».

La militarización de la crisis es una ofensiva política en toda regla. Una contrarreforma de gran calado. Se trata de aprovechar el trance sanitario y social generado por la pandemia, para ocupar espacios que el Estado había perdido políticamente y que sus sectores históricos demandaban recuperar. Ante la imposibilidad de un golpe de Estado duro o un genocidio tipo rohingya (como en 1936), la propuesta ha llegado de la mano del virus.

La militarización de la vida cotidiana, en retaguardia, y la machaconamente repetida idea de que la lucha sanitaria contra el virus es en realidad un conflicto bélico, tiene otros efectos colaterales. Lógicos por otro lado desde un punto de vista militar. Los sindicatos policiales exigen que sus muertos sean considerados en «acto de servicio». Comparables a las llamadas víctimas del terrorismo.

Para ello, aluden a la muerte por el coronavirus de agentes de a pie, pero también a la de mandos estratégicos, como el primer y el último comandante de los GAR (Grupo Antiterrorista Rural), el hombre de los GAL en el CESID, el ex jefe de la Policía Nacional o incluso aquel ministro que diseñó la dispersión y el alejamiento carcelario de los presos políticos vascos.

Estas cuestiones para nada irrelevantes, abren un escenario inquietante. Los sanitarios, las trabajadoras de esas empresas esenciales que están manteniendo en pie a las comunidades y, sobre todo, evitando el caos total y el «sálvese quien pueda», quedan relegados a los aplausos vespertinos y a unas líneas amables en los medios de uno y otro lado. Los fallecidos uniformados lo serán en «acto de servicio», con lo que ello conlleva en estipendios, y el resto ni siquiera engrosará la lista de accidentes laborales.

Porque aquí también hay un relato en juego. Y cuando esto acabe ya veo venir el oficial, loando a ese «Ejército que nuevamente salvó a España». En Ginebra, el Gran Colisionador de Hadrones nos avanza en el siglo XXI. En Madrid, mientras, aún están asediando Manila, La Habana y Lizarra.

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