Isidoro Berdié Bueno
Profesor de Ciencias de la Educación, doctor en Historia y Filología Inglesa

T. S. Elliot, reflexiones, el espejo en que el misterio se contempla

Cuando leemos un poema de T. S. Elliot, estamos recitando algo muy parecido a una plegaria, porque la poesía no es la exhibición del poeta sino la revelación del alma que nos alienta. Es la palabra en estado puro, la imagen que proyecta la oscuridad, la metáfora como el espejo donde el misterio se contempla.

Este escritor anglosajón es como un orfebre que pule cuidadosamente un diamante para resaltar su belleza. Sus versos no obedecen a una métrica ni a una estructura definida, son fragmentos con autonomía propia que van adquiriendo sentido a medida que avanza la lectura.

Elliot decía que su poesía no hubiese sido la misma si se hubiese quedado en EEUU pero tampoco si hubiese nacido en Inglaterra. Y escribe, en mi principio está mi fin y mi fin está en mi principio, el bíblico Alfa y Omega, que convergen en Dios, y por la vertiente filosófica apelando a la circularidad del tiempo. Influencia de Heráclito, que habla de que el camino de arriba es el mismo que el camino de abajo, eso en su tiempo nadie lo entendió, y le llamaban de apodo «el Oscuro» (Skoteinos).

Leyendo a Elliot, por su religiosidad (anglicano) parece que estuviésemos leyendo a San Juan de la Cruz o a Santa Teresa. Si no se lee a Elliot con un cierto nivel, se tiende a pensar y no se ofende a la lógica, que fin y principio no deben coincidir sino que tiene que pasar un tiempo entre uno y otro, por pequeño que sea. Si no existiese ese tiempo es como si hubiese nacido muerto, ahí  coinciden.

Nacer para morir sin vivir, pues nace muerto. ¿Hay cierta tanatofilia? No faltan razones para no valorar el legado de la vida, ya que ésta como la caja de Pandora es un regalo peligroso. La fe, la verdadera fe es la que está sembrada de dudas, el propio Cristo dudó en el Huerto de los Olivos si seguir o no con la Redención. También en la Misa se decía: «Kirie eleison», Señor ten piedad, si fuésemos justos diríamos «Señor, dame lo que es mío».

La verdad es inimaginable y aunque estuviese presente ante nuestros ojos no la reconoceríamos como tal, nos faltan muchas piezas para reconstruir el «puzzle» de la realidad, nos perdemos en un mar de kábalas que tras 2.500 años de la presencia de la filosofía griega en la Humanidad, cada filósofo nos deja un relato de cómo podrían ser las cosas, pero eso no lo garantizaría ningún notario.

En el plano personal nuestro destino es inimaginable, lo que somos en la vejez nunca lo imaginábamos en la juventud, y llega un momento en que nosotros mismos no nos reconocemos ante el espejo ni tenemos plena conciencia del paso del tiempo. La vida te presenta mil caminos, entre los cuales tu eliges uno, sin saber ni reconocer en él al mejor, simplemente guiado por tu propio deseo y esta intuición te engaña y traiciona muchas veces, porque en todos esos caminos actúa el azar, que nunca puedes concretar tú cual de esos caminos es el más favorable. Terminando muchas veces en un callejón sin salida. En otras, el azar te corta el camino hacia esa insegura felicidad. En los menos casos te la regala él sin merecerla. Como en el caso de nuestros actuales gobernantes, que de paso han puesto un precio muy caro a la libertad.

Cuando leemos un poema de T. S. Elliot, estamos recitando algo muy parecido a una plegaria, porque la poesía no es la exhibición del poeta sino la revelación del alma que nos alienta. Es la palabra en estado puro, la imagen que proyecta la oscuridad, la metáfora como el espejo donde el misterio se contempla.

En medio de la tragedia del coronavirus, en la que el dolor y el miedo parecen sangrar el mundo, nuestra inteligencia se aferra a la esperanza que sigue brotando en toda meditación cristiana sobre el sufrimiento estos meses, de la más cruel de las primaveras imaginables, la misma que el poeta Elliot contempló, con el desorden de la memoria y el deseo colgados de la naturaleza hasta entonces cautiva, después exuberante.

Eliot en su obra se dio cuenta de la tensión entre el tiempo y la eternidad, entre la continuidad honda del espíritu y la fugacidad de las experiencias concretas fijadas a tiempos precisos, que calcó del Eclesiastés: «Hay un tiempo para edificar, un tiempo para vivir, un tiempo para engendrar». Al final, cuando el mundo se hace más extraño al envejecer, alcanzamos una nueva plenitud, un presente perfecto, «no el intenso momento aislado, sin antes ni después, sino el tiempo de una vida entera ardiendo en cada momento». Ese es el tiempo del hombre, el tiempo de la única criatura, entre todas, consciente de la eternidad.

El laicismo agresivo vuelve a decirnos que el sentimiento religioso está en decadencia en España. Se refieren, claro está, al catolicismo. Nunca se les ocurriría hablar en estos términos de otras confesiones, pues aunque no temen al Código Penal sí que temen al alfange.

Sería también interesante saber si lo que conocemos por civilización occidental, asentada en valores humanistas y anhelos de igualdad, libertad y fraternidad, va a salir ganando con la erosión del cristianismo.

La contemplación y realización de la belleza puede ser un signo de la mano de Dios. Durante siglos, la creación artística fue una ansiosa búsqueda de la belleza. Hasta fechas cercanas, cuya distancia con nuestra vida apenas significa un soplo fugaz en la memoria del mundo, fue en la referencia a Dios y a su idea de nuestra salvación donde se quiso hallar ese camino en el que la belleza adquiere el perfil rotundo, a veces atormentado, de esperanza en la eternidad. No es preciso que una obra artística tenga un contenido religioso explícito para que la conciencia cristiana impulse una tensión espiritual que desemboque en un diálogo con el supremo hacedor de la belleza. No hay reloj sin relojero.

La materia lírica nos proporciona un espacio concreto desde el que intuimos la verdad última de las cosas, la sustancia a la que llegamos apartando las apariencias, el impulso para intuir el idioma de lo desconocido, el lenguaje de lo invisible, el sonido de Dios. En los versos palpita la condición humana, con su perseverante mirada a la tierra estremecida, al gozo o a la aflicción, al tiempo de vivir y al tiempo  de esperar nuestro final. Mediante la lectura, el fervor de la belleza nos pone en contacto con lo que somos más allá de nosotros mismos. Nos hace vernos en el instante de saborear el poema, pero, así mismo, en todos los momentos de nuestra vida personal. Y más allá, en nuestra pertenencia a una humanidad atormentada por su condición temporal y desconcertada por su ansia de infinito.

Ser cristiano, cuando llega el tiempo de sufrir con esperanza, significa ser capaz de descubrir en la belleza del mundo no solo un lugar en el que buscar el sosiego de nuestros sentidos  sino, sobre todo, una forma de reconocer las razones de nuestra existencia. Y, con ellas, saber que alguien capaz de escribir un poema, o de componer una pieza musical, o de esculpir el cuerpo de Jesús en brazos de María, o de temblar de entusiasmo al participar en este festín de la inteligencia, no puede tener como destino la nada. In principio erat Verbum. En el principio fue la Palabra.

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