Félix Placer Ugarte
Profesor emérito. Facultad de Teología de Vitoria

¿Un Concilio olvidado?

Se cumplen, el día 8 de diciembre, los 50 años de la clausura del Concilio Vaticano II (1962-1965). Iniciado por el papa Juan XXIII el 11 de octubre de 1962, comenzó su andadura entre múltiples tensiones, enfrentamientos y sospechas.

La Curia romana y, en especial, el Santo Oficio, opuestos a la modernidad y a las teologías aperturistas, querían controlar su preparación y encauzar su desarrollo por la línea dogmática y conservadora de los concilios Trento y Vaticano I.

Sin embargo las tesis renovadoras de teólogos censurados y, sobre todo, los signos de los tiempos de un mundo conmocionado por sufrimientos e injusticias, encaminaron aquel concilio hacia horizontes insospechados, proféticamente intuidos por aquel Papa afable, sencillo, pastoral, de costumbres tradicionales, de gran cercanía y sensibilidad con el mundo de su tiempo, sus dolores y anhelos.

La larga reflexión conciliar, continuada luego con el papa Pablo VI, puso en el centro de la Iglesia al «Pueblo de Dios». Afirmó que el diálogo es su forma de relación con toda la familia humana y otras religiones. Como servidora y reconciliadora en el mundo, ofreció su colaboración para lograr la justicia y fraternidad universales, en especial para los pobres. Declaró la libertad religiosa. Creó un clima de esperanza y, para muchos, de entusiasmo.

También quedaron temas pendientes; entre otros, la descentralización de la Iglesia, la colegialidad episcopal, el reconocimiento eclesial pleno de la mujer, la libertad de expresión teológica, el pluralismo religioso, temas de moral sexual, el compromiso liberador con los pobres.
En tierras latinoamericanas, el Concilio se concretó en las  Asambleas de Medellín (1968) y Puebla (1979) con su opción liberadora por los pobres, en el auge de la teología de la liberación y comunidades de base. En Euskal Herria los obispos Añoveros, Setien, Uriarte afirmaron la identidad vasca y sus derechos, pidieron amnistía, reclamaron el cese de toda violencia, buscaron la paz. Grupos cristianos de laicos y sacerdotes se comprometieron en defensa de su pueblo…
Pero desde la poderosa y sombría Curia vaticana volvieron las censuras a teólogos avanzados, la colegialidad del episcopado quedaba recortada. El dubitativo Pablo VI no consiguió realizar la renovación conciliar. Juan Pablo II, impulsó una Iglesia comprometida en la justicia social; pero mantuvo formas autoritarias en lo doctrinal y moral junto al cardenal Ratzinger; Benedicto XVI, condescendiente con posiciones restauracionistas. El desarrollo pleno del Concilio para una renovación profunda de la Iglesia quedaba estancado.

Autorizadas voces denunciaron la situación de retroceso eclesial. Entre ellas, la del cardenal Martini, arzobispo de Milán,  quien confesó que «sus sueños de una Iglesia pobre, humilde, abierta, plural, joven se habían disipado amargamente». Y el teólogo Karl Rahner lamentaba la vuelta de la Iglesia a los «cuarteles de invierno».

La elección de Jorge Bergoglio como papa Francisco y su nuevo estilo e intervenciones  en diversos lugares del mundo, han abierto nuevas esperanzas para recuperar la energía renovadora de aquel Concilio. Para muchos ha renacido la posibilidad de un cambio en la Iglesia donde el silenciado pueblo de Dios, sea sujeto básico. Pero ante las opresoras estructuras económicas y políticas  de la humanidad, en una situación mundial de pobreza, desigualdad e injusticia, a causa del sistema neoliberal globalizado, generador de todo tipo de violencias, de «una economía de exclusión e inequidad y que mata» –ex-presión del Papa–, ante un cambio climático que amenaza la supervivencia de la humanidad ¿puede ofrecer aquel acontecimiento respuestas de esperanza e iluminar nuevos caminos? 

También para la Iglesia en Euskal Herria, para su obstaculizado proceso de paz, para la defensa de derechos humanos, sociales y políticos, ante la situación de los presos ¿podría ser motivación y empuje para un compromiso solidario? En vísperas del nombramiento de un nuevo obispo para Vitoria e, incluso, de posibles –y deseados– cambios episcopales en otras diócesis vascas, ¿pueden recuperarse la ilusión y la utopía de aquel Concilio? Unas Jornadas y charlas organizadas estos días   por la Facultad de Teología de Gasteiz lo han subrayado afirmativamente. “Herria 2000 Eliza” ofrece en su último número opiniones sobre su recepción y posibilidades para un cambio. 

Habrá que mostrarlo en la práctica. En efecto, la rememoración de aquel acontecimiento tendrá sentido y actualidad si sirve para crear cauces de respuesta a los desafíos que se plantean a nuestra Iglesia vasca que debe renovarse en profundidad, comenzando por su jerarquía. Pero, sobre todo, será válida si alienta una Iglesia unida en Euskal Herria que sirva a su pueblo para lograr la reconciliación, la libertad solidaria y resolución del conflicto en la justicia y en la paz.

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